domingo, 7 de abril de 2013


 
 
 
 -18- 

       El obispo Godet se apresuró por presentarse ante el rey, quien lo había citado con urgencia en sus aposentos. Éstos eran magníficos, con dos ventanales por los cuales la luz penetraba a raudales, tapizadas todas sus paredes para espantar el frío y con un gran lecho con dosel del que colgaban cortinajes de gruesa tela grana en el centro de la estancia.

     -Acercaos, viejo amigo- la rasposa voz del monarca salió del interior de la cama.

     El prelado se acercó con su perpetua cojera y el amortiguado golpeo del báculo sobre la alfombra. Retiró la cortina suavemente y el rostro avejentado y ajado del rey Louis- Philippe lo recibió con una forzada sonrisa, que más parecía una mueca de dolor.

     -Aquí me tenéis, tal y como pedisteis- Godet  agachó la cabeza servil.

     -Gracias por acudir tan presto. Debo apresurarme a narraros mis pensamientos antes de que mi memoria me juegue una de sus malas pasadas.

     -Decid pues lo que tanto os urge contarme.

     -Aquí, en la soledad de mis aposentos, me ha sobrado tiempo para pensar en el reinado de mi preciosa hija y creo que he cometido un lamentablemente error al hacerla desposarse con tanta premura, sin darle opción a conocer al príncipe Antoine. Sé que lo ha elegido por mí, por tratarse de mi favorito, y porque dudo que los demás pretendientes fueran dignos de ella o de nuestro glorioso reino. Madeleine es muy capaz, inteligente, valiente como no he conocido varón y de sobra sé, que no necesita  hombre a su lado que la ayude a reinar. Solo a vos, mi amigo, mi hermano,  os he comunicado estos pensamientos y deseo de buen grado que estéis a mi lado, como mi buena mano derecha, cuando esta misma tarde dicte la posposición del matrimonio.  Del mismo modo, antes de que finalice el día abdicaré el reino en mi hija y será de este modo la nueva reina de Mauban. La reina Madeleine.

     -Majestad, ¿estáis seguro de lo que decís? ¿No es la enfermedad la que habla por vuestra boca?

    -¿Cómo osáis? ¡Mi mente es más lúcida ahora de lo que lo ha sido en mucho tiempo!

    -Dejad que lo dude. Vuestra hija no está preparada para gobernar un reino como Mauban sin un gran hombre como el príncipe Antoine a su lado. No olvidéis que no es más que una mujer, una criatura débil desde la creación de Dios, nuestro Señor.

     -¡Conocéis tan bien a Madeleine como yo mismo, desde que naciera y la colocaran en vuestros brazos, y de sobra sabéis de su valía! Si hubiera nacido hombre, no sería mejor ni más valioso de lo que ya es.

     -No dejaré que le cedáis el trono sin que se una en matrimonio- la voz del prelado surgió relajada de entre sus labios, pero sus ojos negros y sin vida, refulgían como dos llamaradas.

     -¿Qué no me dejaréis?- el rey intentó incorporarse en la cama, empujándole el obispo de un manotazo en el pecho y dejándolo, de nuevo, tumbado-. ¿Qué hacéis?- comenzó a toser por el esfuerzo.

     -Estáis muy enfermo y no discurrís con claridad. Yo pensaré por vos y cuidaré a vuestra hija como merece- sus ojos brillaron maliciosos-. A partir de este momento, no deberéis preocuparos por nada, viejo amigo- Godet cogió una de las almohadas y con una calma pasmosa, la llevó hasta la cara del rey y la apretó contra su rostro mientras, sin éxito, éste trataba de agarrarlo por las muñecas para impedir el ahogo. Sin embargo, su debilidad y la falta de aire en los pulmones, no tardaron en llevarlo a una muerte lenta y agónica poco digna de un buen rey.

     El prelado volvió a colocar la almohada junto a la cabeza del fallecido, se levantó, alisó su sotana y ayudado por el bastón salió de la estancia para dar aviso de la desgraciada y repentina muerte de su amado monarca.

 

 

 

       El arrullo del viento entre los árboles trajo a su memoria al joven, terso, pálido y bello  caballero. Sonrió al recordar el hercúleo esfuerzo realizado al arrastrarlo hasta la cama, ebrio como estaba, y desnudarlo, y la posterior admiración de su perfecto cuerpo antes de arroparlo. Sentada a la orilla del lecho había acariciado una de sus mejillas sonrosadas por el alcohol, su fuerte y anguloso mentón de herencia bárbara, su ancho cuello, el centro de su pecho dónde, con la palma abierta, se había detenido para sentir los latidos de su letárgico y acompasado corazón, antagónicos al frenético palpitar del suyo, alocado con solo hallarse junto a él, un mortal, un hombre.

     A pesar del frescor que inundaba el bosque, Marie sintió calor en su rostro, el mismo que notara la noche anterior cuando expulsando todo el aire de sus pulmones, bajara la mano hasta el ombligo de Dashiell para dibujar, con la yema de su índice, la  fina línea de pelo rubio que descendía hasta su miembro. Había mirado largo rato su sexo con curiosidad, con impuro deseo, sintiendo ganas de acariciárselo, tocárselo, besárselo sin parar, pero en aquel momento él se había movido en medio de su sueño etílico y, avergonzada y presurosa, lo había cubierto con la ropa de cama marchándose sin volverse a mirarlo, a sabiendas de que si se giraba, no podría evitar yacer junto a él para no separarse jamás de su lado. Así que corrió, corrió y no se detuvo hasta llegar a su dormitorio, frío y oscuro, aunque aquella noche ni el frío ni la oscuridad la perturbaron, ni siquiera el sempiterno recuerdo del monstruo ladrón de su infancia, que Dashiell había borrado de su horizonte como la bruma en un día soleado. Desnuda y acostada en la cama, había palpado la humedad de su entrepierna y, por primera vez en su vida, se había acariciado, sin recordar pecados ni castigos divinos, rechazando la imagen de la bestia que la hubiera forzado desde niña. Entre varios gemidos ahogados y el leve pronunciar del nombre de su amado, su cuerpo, al fin, se había estremecido de placer.

     La muchacha tuvo que envolverse con la capa, al colarse entre el follaje de los árboles una ráfaga de aire empolvada que se enredó en sus cabellos. Marchaba ligera hacia el convento, pisando el barro seco acumulado en el lateral del camino, cuando sintió la imperiosa necesidad de detenerse unos instantes a coger el aire que parecía no llegar a sus pulmones, más por nerviosismo que por cansancio. Así que se sentó con la espalda apoyada en un grueso y resinoso tronco, el corazón palpitante, las sienes en un retumbar constante, como un tambor anunciando una guerra cruel, imaginando el momento en el que su mirada y la del obispo se cruzaran, ella sentada, él subido al púlpito, con aquellos dos nidos de serpientes que tenía por ojos posados en ella, amenazantes, acusadores, culpándola por no haber asistido al oficio del martes, recriminándola, a pesar de los años pasados, por haberse convertido en mujer.

     La cocinera se levantó y sacudió el polvo de las faldas, tomando la decisión de desandar el camino y regresar a la fortaleza, evitando así el encuentro con el obispo. Mas, en ese momento, una carreta tirada por un buey se detuvo junto a ella y la amable familia de parroquianos que sobre el vehículo viajaba, se ofreció a llevarla hasta el convento. Agradecida y sin poder negarse, subió a la parte trasera del carro, junto a los cuatro pequeños del matrimonio, intentando disimular su agitación por ir derecha a la boca del lobo.

        Una vez llegaron a la casa del Señor, Marie bajó de la carreta y entró al atestado convento. Allí se dirigió hasta la zona delantera, donde espera encontrar algún asiento desocupado. Ninguno. Miró hacia el altar y descubrió a Donatien, vestido de monaguillo, haciendo las labores propias de Brigitte. Se preguntó dónde podría encontrarse la vivaracha niña. Subió a la tarima y se acercó al muchacho, casi un hombre. Éste se sobresaltó al escuchar pasos tras él.

     -Tranquilo Donatien, c’est moi- le habló con su voz más dulce, viendo como los ojos del mancebo casi salían de sus cuencas.

     -Marie!- el niño a punto estuvo de echarse a llorar.

     -¿Qué ocurre?

     El niño negó con la cabeza mientras seguía con los preparativos de la misa.

     -¿Dónde está Brigitte? Me gustaría saludarla.

     -Elle est allée.

     -¿Se ha ido? Pero, ¿Dónde? Si no es más que una niña.

     -L’éveque… Je ne sais rien!

     Donatien estaba asustado, lo veía en sus ojos. Sabía qué le había ocurrido a la pequeña, no cabía duda, y tenía que averiguar de qué se trataba.

     -¿Dónde se encuentra el obispo? ¿En la sacristía?- Marie dirigió la vista hacia la puerta cerrada.

     -Non, il n’est pas là. Il est allé au chateau.

     -¿Al Castillo? Debe ser por algo urgente- miró la capilla, a rebosar de asistentes-. Ven conmigo- cogió la mano del monaguillo y lo llevó, casi a rastras, hasta la calle. Allí, se puso en cuclillas y lo giró hacia ella agarrándolo por los hombros-. Dime qué es lo que te pasa. Evitas mirarme. ¿Alguien le ha hecho daño a Brigitte?

     Volvió a negar con la cabeza, moviéndola de un lado a otro rápidamente, mientras las lágrimas surcaban sus mejillas.

    -¿L’éveque te ha hecho algo?- Marie sabía que el obispo nunca había tocado a un niño. Se temió lo peor-. ¿Ha hecho daño a Brigitte?

     Donatien se abalanzó sobre ella y la abrazó fuertemente mojándole el cuello con sus abundantes lágrimas.

     -Je crois qu’il l’a tué- le susurró al oído el niño.

     Marie lo rodeó con más fuerza entre sus brazos, intentando calmar los temblores de su aún frágil cuerpo. Donatien pensaba que Brigitte había sido asesinada por el obispo y  ella sabía que aquello no era una creencia descabellada.

     Los tañidos de una campana lejana la sacaron de sus pensamientos y las gentes reunidas en el convento comenzaron a salir del mismo. Donatien agarró con fuerza la mano de Marie, ante las nuevas, nada halagüeñas, de aquellas campanadas que solo en contadas y negras ocasiones sonaban. Un soldado real llegó al galope por el camino del bosque y se colocó ante ellos.

     -El obispo Godet os anuncia la suspensión de la misa. Nuestro rey, Louis-Phillippe, ha fallecido.

    

 

 

 

     Madeleine se arrodilló junto al lecho de su padre, tomó su mano y apoyó su mejilla en ella sin hallar atisbo de vida.

     -Princesa- el médico real se situó tras la muchacha.

     -¿Por qué no se me avisó cuando mi padre agonizaba?- preguntó sin girarse.

     -Lo lamento, mi señora, pero fue el obispo Godet y no yo, quien acompañara a nuestro monarca en sus últimos instantes. Debería ser a él a quien preguntarais.

     La princesa cerró los ojos y apretó la mandíbula, evitando pronunciar cualquier blasfemia o vituperio contra el prelado ante el cadáver, aún caliente, de su progenitor.

    

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