-18-
El obispo Godet se
apresuró por presentarse ante el rey, quien lo había citado con urgencia en sus
aposentos. Éstos eran magníficos, con dos ventanales por los cuales la luz
penetraba a raudales, tapizadas todas sus paredes para espantar el frío y con un
gran lecho con dosel del que colgaban cortinajes de gruesa tela grana en el
centro de la estancia.
-Acercaos, viejo
amigo- la rasposa voz del monarca salió del interior de la cama.
El prelado se
acercó con su perpetua cojera y el amortiguado golpeo del báculo sobre la
alfombra. Retiró la cortina suavemente y el rostro avejentado y ajado del rey
Louis- Philippe lo recibió con una forzada sonrisa, que más parecía una mueca
de dolor.
-Aquí me tenéis,
tal y como pedisteis- Godet agachó la
cabeza servil.
-Gracias por
acudir tan presto. Debo apresurarme a narraros mis pensamientos antes de que mi
memoria me juegue una de sus malas pasadas.
-Decid pues lo que
tanto os urge contarme.
-Aquí, en la
soledad de mis aposentos, me ha sobrado tiempo para pensar en el reinado de mi
preciosa hija y creo que he cometido un lamentablemente error al hacerla
desposarse con tanta premura, sin darle opción a conocer al príncipe Antoine. Sé
que lo ha elegido por mí, por tratarse de mi favorito, y porque dudo que los
demás pretendientes fueran dignos de ella o de nuestro glorioso reino.
Madeleine es muy capaz, inteligente, valiente como no he conocido varón y de
sobra sé, que no necesita hombre a su
lado que la ayude a reinar. Solo a vos, mi amigo, mi hermano, os he comunicado estos pensamientos y deseo
de buen grado que estéis a mi lado, como mi buena mano derecha, cuando esta
misma tarde dicte la posposición del matrimonio. Del mismo modo, antes de que finalice el día
abdicaré el reino en mi hija y será de este modo la nueva reina de Mauban. La
reina Madeleine.
-Majestad, ¿estáis
seguro de lo que decís? ¿No es la enfermedad la que habla por vuestra boca?
-¿Cómo osáis? ¡Mi
mente es más lúcida ahora de lo que lo ha sido en mucho tiempo!
-Dejad que lo dude.
Vuestra hija no está preparada para gobernar un reino como Mauban sin un gran
hombre como el príncipe Antoine a su lado. No olvidéis que no es más que una
mujer, una criatura débil desde la creación de Dios, nuestro Señor.
-¡Conocéis tan
bien a Madeleine como yo mismo, desde que naciera y la colocaran en vuestros
brazos, y de sobra sabéis de su valía! Si hubiera nacido hombre, no sería mejor
ni más valioso de lo que ya es.
-No dejaré que le
cedáis el trono sin que se una en matrimonio- la voz del prelado surgió
relajada de entre sus labios, pero sus ojos negros y sin vida, refulgían como
dos llamaradas.
-¿Qué no me
dejaréis?- el rey intentó incorporarse en la cama, empujándole el obispo de un
manotazo en el pecho y dejándolo, de nuevo, tumbado-. ¿Qué hacéis?- comenzó a
toser por el esfuerzo.
-Estáis muy
enfermo y no discurrís con claridad. Yo pensaré por vos y cuidaré a vuestra
hija como merece- sus ojos brillaron maliciosos-. A partir de este momento, no
deberéis preocuparos por nada, viejo amigo- Godet cogió una de las almohadas y
con una calma pasmosa, la llevó hasta la cara del rey y la apretó contra su
rostro mientras, sin éxito, éste trataba de agarrarlo por las muñecas para
impedir el ahogo. Sin embargo, su debilidad y la falta de aire en los pulmones,
no tardaron en llevarlo a una muerte lenta y agónica poco digna de un buen rey.
El prelado volvió
a colocar la almohada junto a la cabeza del fallecido, se levantó, alisó su
sotana y ayudado por el bastón salió de la estancia para dar aviso de la
desgraciada y repentina muerte de su amado monarca.
A pesar del frescor que inundaba el bosque,
Marie sintió calor en su rostro, el mismo que notara la noche anterior cuando
expulsando todo el aire de sus pulmones, bajara la mano hasta el ombligo de
Dashiell para dibujar, con la yema de su índice, la fina línea de pelo rubio que descendía hasta
su miembro. Había mirado largo rato su sexo con curiosidad, con impuro deseo, sintiendo
ganas de acariciárselo, tocárselo, besárselo sin parar, pero en aquel momento
él se había movido en medio de su sueño etílico y, avergonzada y presurosa, lo
había cubierto con la ropa de cama marchándose sin volverse a mirarlo, a
sabiendas de que si se giraba, no podría evitar yacer junto a él para no separarse
jamás de su lado. Así que corrió, corrió y no se detuvo hasta llegar a su
dormitorio, frío y oscuro, aunque aquella noche ni el frío ni la oscuridad la
perturbaron, ni siquiera el sempiterno recuerdo del monstruo ladrón de su
infancia, que Dashiell había borrado de su horizonte como la bruma en un día
soleado. Desnuda y acostada en la cama, había palpado la humedad de su
entrepierna y, por primera vez en su vida, se había acariciado, sin recordar
pecados ni castigos divinos, rechazando la imagen de la bestia que la hubiera
forzado desde niña. Entre varios gemidos ahogados y el leve pronunciar del
nombre de su amado, su cuerpo, al fin, se había estremecido de placer.
La muchacha tuvo que envolverse con la capa, al
colarse entre el follaje de los árboles una ráfaga de aire empolvada que se
enredó en sus cabellos. Marchaba ligera hacia el convento, pisando el barro
seco acumulado en el lateral del camino, cuando sintió la imperiosa necesidad
de detenerse unos instantes a coger el aire que parecía no llegar a sus
pulmones, más por nerviosismo que por cansancio. Así que se sentó con la
espalda apoyada en un grueso y resinoso tronco, el corazón palpitante, las
sienes en un retumbar constante, como un tambor anunciando una guerra cruel, imaginando
el momento en el que su mirada y la del obispo se cruzaran, ella sentada, él
subido al púlpito, con aquellos dos nidos de serpientes que tenía por ojos
posados en ella, amenazantes, acusadores, culpándola por no haber asistido al
oficio del martes, recriminándola, a pesar de los años pasados, por haberse
convertido en mujer.
La cocinera se
levantó y sacudió el polvo de las faldas, tomando la decisión de desandar el camino
y regresar a la fortaleza, evitando así el encuentro con el obispo. Mas, en ese
momento, una carreta tirada por un buey se detuvo junto a ella y la amable familia
de parroquianos que sobre el vehículo viajaba, se ofreció a llevarla hasta el
convento. Agradecida y sin poder negarse, subió a la parte trasera del carro,
junto a los cuatro pequeños del matrimonio, intentando disimular su agitación por
ir derecha a la boca del lobo.
Una vez llegaron a la casa del Señor, Marie
bajó de la carreta y entró al atestado convento. Allí se dirigió hasta la zona
delantera, donde espera encontrar algún asiento desocupado. Ninguno. Miró hacia
el altar y descubrió a Donatien, vestido de monaguillo, haciendo las labores
propias de Brigitte. Se preguntó dónde podría encontrarse la vivaracha niña. Subió
a la tarima y se acercó al muchacho, casi un hombre. Éste se sobresaltó al
escuchar pasos tras él.
-Tranquilo
Donatien, c’est moi- le habló con su voz más dulce, viendo como los ojos del
mancebo casi salían de sus cuencas.
-Marie!- el niño a
punto estuvo de echarse a llorar.
-¿Qué ocurre?
El niño negó con
la cabeza mientras seguía con los preparativos de la misa.
-¿Dónde está
Brigitte? Me gustaría saludarla.
-Elle est allée.
-¿Se ha ido? Pero,
¿Dónde? Si no es más que una niña.
-L’éveque… Je ne
sais rien!
Donatien estaba
asustado, lo veía en sus ojos. Sabía qué le había ocurrido a la pequeña, no
cabía duda, y tenía que averiguar de qué se trataba.
-¿Dónde se
encuentra el obispo? ¿En la sacristía?- Marie dirigió la vista hacia la puerta
cerrada.
-Non, il n’est pas là. Il est allé au chateau.
-¿Al Castillo? Debe ser por algo
urgente- miró la capilla, a rebosar de asistentes-. Ven conmigo- cogió la mano
del monaguillo y lo llevó, casi a rastras, hasta la calle. Allí, se puso en
cuclillas y lo giró hacia ella agarrándolo por los hombros-. Dime qué es lo que
te pasa. Evitas mirarme. ¿Alguien le ha hecho daño a Brigitte?
Volvió a negar con
la cabeza, moviéndola de un lado a otro rápidamente, mientras las lágrimas
surcaban sus mejillas.
-¿L’éveque te ha
hecho algo?- Marie sabía que el obispo nunca había tocado a un niño. Se temió
lo peor-. ¿Ha hecho daño a Brigitte?
Donatien se
abalanzó sobre ella y la abrazó fuertemente mojándole el cuello con sus
abundantes lágrimas.
-Je crois qu’il
l’a tué- le susurró al oído el niño.
Marie lo rodeó con
más fuerza entre sus brazos, intentando calmar los temblores de su aún frágil
cuerpo. Donatien pensaba que Brigitte había sido asesinada por el obispo y ella sabía que aquello no era una creencia
descabellada.
Los tañidos de una
campana lejana la sacaron de sus pensamientos y las gentes reunidas en el
convento comenzaron a salir del mismo. Donatien agarró con fuerza la mano de
Marie, ante las nuevas, nada halagüeñas, de aquellas campanadas que solo en
contadas y negras ocasiones sonaban. Un soldado real llegó al galope por el
camino del bosque y se colocó ante ellos.
-El obispo Godet os
anuncia la suspensión de la misa. Nuestro rey, Louis-Phillippe, ha fallecido.
Madeleine se
arrodilló junto al lecho de su padre, tomó su mano y apoyó su mejilla en ella
sin hallar atisbo de vida.
-Princesa- el médico
real se situó tras la muchacha.
-¿Por qué no se me
avisó cuando mi padre agonizaba?- preguntó sin girarse.
-Lo lamento, mi
señora, pero fue el obispo Godet y no yo, quien acompañara a nuestro monarca en
sus últimos instantes. Debería ser a él a quien preguntarais.
La princesa cerró
los ojos y apretó la mandíbula, evitando pronunciar cualquier blasfemia o
vituperio contra el prelado ante el cadáver, aún caliente, de su progenitor.
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