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El número de
congregados frente a la muralla fue reduciéndose a medida que el obispo y Marie
se aproximaban al convento. En mitad del bosque, las sombras de los altos
árboles caían sobre ellos como el espejismo de un atardecer temprano y Godet
pareció relajarse, disminuyendo levemente la presión sobre el cuello de la
muchacha.
-¿Qué vais a
hacerme? ¿Lo mismo que a Brigitte?- preguntó envalentonada, sabiendo que fueran
cuales fuesen sus palabras, nada cambiaría su final.
El prelado se
detuvo bruscamente, soltó el cayado sobre el polvoriento camino y se situó frente
a su discípula, sujetándola por los hombros con una fuerza tal, que Marie
sintió descoyuntarse.
-¿Brigitte? ¡Yo no
le hice nada!-escupió el prelado- ¡Esa niña del demonio huyó, como todas la
demás!- lleno de ira como estaba, sujetó a la sirvienta por su larga cabellera
y la obligó a arrodillarse en el suelo-. ¡Recoge mi báculo, alumna, y no
vuelvas a hablar sobre lo que desconoces!
Así lo hizo,
tomando con sus pequeñas manos aquel bastón que en tantas ocasiones había
golpeado su frágil cuerpo.
-Desearías
golpearme con él, ¿verdad?- dijo el obispo arrebatándoselo y mirándola
fijamente a los ojos.
-Con todas mis
fuerzas, una y otra vez, hasta que con las carnes abiertas suplicarais
clemencia.
Godet la alzó de
un violento tirón y, sin pronunciar palabra, volvió a sujetarla por el cuello, poniendo rumbo al convento.
Donatien logró entrar
en la fortaleza por entre las piernas del gentío. Se irguió y oteó su rededor para situarse,
consiguiéndolo a pesar del vaivén provocado por los empujones de los presentes.
Una de las torres de vigilancia se alzaba a su siniestra, así que no tendría
más que caminar en línea recta para hallarse en la plaza del pozo. Una vez
allí, la entrada al castillo sería coser y cantar.
De nuevo y sin tiempo que perder, se puso en
marcha.
El convento se
hallaba desierto y silencioso. En los bancos, algunos objetos olvidados
esperaban el retorno de sus dueños, quienes horas antes hubieran salido raudos
del edificio sagrado, asustados y llenos de curiosidad por las alarmantes
campanadas provenientes de la fortaleza.
El obispo Godet
arrastró a Marie a través del estrecho pasillo y la sacristía, para pasar
después a su hogar. Dejaron atrás la cocina y una serie de habitaciones
cerradas y entraron en el dormitorio principal, una estancia nada austera en
comparación a la humilde decoración del convento. Un enorme lecho con dosel,
cuyas sedas ocultaban parcialmente las ropas de cama de lujosos tejidos,
presidía los aposentos.
El prelado soltó a
la sirvienta, descolgó de su cuello un cordel del que pendía una gruesa llave y
cerró la puerta a cal y canto desde el interior.
-Ahora dime- se
giró hacia ella mientras volvía a colgarse del cuello el cordel-. Ese caballero
rubio tan apuesto, ¿te satisface más que yo en la cama?
¿Satisfacerla? No
recordaba haberse sentido satisfecha ninguna de aquellas noches, siendo niña,
en que aquel desalmado la había asaltado en su cama, mancillando su honor, su
cuerpo y su espíritu, como tampoco en las
repetidas ocasiones en las que la había golpeado hasta dejarla aturdida,
desmayada a veces, tumbada sobre un charco de su propia sangre, sin saber si a
la mañana siguiente volvería a despertar.
-Infinitamente más
que vos- afirmó ella con semblante serio, sabiendo de sobra cómo herir el
orgullo del viejo-. Tan solo la visión de su desnudez y su viril miembro me
satisfacen hasta llegar al éxtasis, algo que vuestro decrépito cuerpo y vuestra
torcida polla jamás logró cuando era una chiquilla, ni logrará ahora siendo
mujer.
-Desgraciada-
murmuró entre dientes el cura y, de repente, su tono se volvió dulce-. ¿Pero en
qué han convertido a mi pequeña Marie?- se aproximó a ella y la abrazó
tiernamente apoyándola en su pecho mientras acariciaba sus cabellos, dorados como
las espigas de trigo que se tuestan al sol-. No te inquietes- le susurró al
oído como si le contara un secreto-, yo te salvaré de ellos y cuidaré de ti,
como siempre lo he hecho. Mi pupila. Mi favorita. Mi niña. A partir de ahora
nada ni nadie volverá a separarnos y podré entregarte, sin disimulo, todo mi
amor.
-¿Amor?- la
muchacha retrocedió, apartándolo de sí con un enérgico empellón- ¿A eso le
llamáis amor? ¿A violarme?, ¿a humillarme?, ¿a azotarme cuando no cumplía
vuestras órdenes? ¡Qué afortunada! ¡Ciega de mí que no supe ver la dicha que me
ofrecíais!- mirando al techo, colocó las manos a modo de plegaria- ¡Oh, Dios,
gracias por haberme hecho merecedora del amor de vuestro querido obispo!
Godet, furioso, se
acercó a ella, alzó el báculo pastoral sobre sus cabezas y le propinó un terrible golpe que la lanzó
al suelo.
-¡Miserable! ¡No
mentéis en vano el nombre del señor!
La muchacha,
tendida boca abajo sobre los maderos del suelo, palpó su frente allí donde nacía el cabello,
quedando la mano inmediatamente teñida de rojo. Quería vomitar, se hallaba mareada y los
aposentos giraban en torno a ella, pero, incluso con la cabeza abierta, la rabia
tendió su mano amiga ayudándola a colocarse de rodillas y concediéndole el
impulso necesario para alzarse ante él, ante el monstruo. Trató de mantener el
equilibrio con las piernas ligeramente flexionadas y se apoyó sobre el dosel de
madera del lecho para no caer de nuevo.
-Sois vos y no yo
quien repite SU nombre en una blasfemia constante, quien no muestra pudor al
mentir a los devotos cristianos y quien utiliza a unas pobres infantes para
satisfacer sus impíos deseos carnales. ¿Quién
es, por tanto, más miserable?
-Me acusas a mí,
un simple hombre, de pecados que nunca he cometido y no te das cuenta de que tú
y otras hembras después de ti fuisteis
las que me engañarais con vuestra palabrería, con vuestros dulces ojos y
tiernos cuerpos, buscando mi protección y mi hombría. Y la conseguisteis, desde
luego, toda ella, para luego convertiros en unas arpías que no dudaron en
transformarse y abandonarme a mi suerte-
el obispo, frente a ella, la obligó a sentarse en la cama-. Pero no te
preocupes, porque ahora ha llegado el momento de redimirte de todos tus
pecados.
Unos gritos
provenientes del otro lado del corredor llamaron la atención de Dashiell. Desenvainó
su espada delante de la puerta de la estancia del príncipe y aguardó impaciente,
con el corazón golpeando nervioso su pecho, la aparición del autor de semejante
escándalo.
-¿Quién es éste
que traes?- preguntó el caballero a Thibaut, el custodio imberbe, al verlo aparecer con un mozalbete que se defendía de
él con uñas y dientes entre gruñidos, quejidos y un sinfín de palabras
ininteligibles.
-Lo encontré
vagando por los pasillos inferiores. Debe haberse colado por la cocina.
-Tendrá hambre.
Dale algo de comer y acompáñalo a la calle. No quiero trifulcas en las
inmediaciones de los aposentos reales- dijo la fiel mano derecha del futuro rey,
ocasionando su arma un silbido metálico al entrar en la vaina.
-Ha pronunciado tu
nombre al sentirse atrapado. Es por eso
que lo he traído ante ti- explicó el custodio queriendo ganarse el
reconocimiento de su superior.
-¿Mi nombre?- el
soldado se acuclilló ante el muchacho estudiando su cara- ¿De qué me conoces?
-Dashiell- una
sonrisa, apagada al instante por el miedo en sus ojos, apareció en su moreno
rostro- Je t’ai trouvé.
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