domingo, 26 de mayo de 2013





-25-

 

 

     Dashiell no se detuvo a ensillar su corcel. Montó sobre él asiéndose de sus crines y atravesó las calles de la fortaleza al galope, apartándose de su camino, para no ser arrolladas, las gentes reunidas todavía entre las murallas. En el exterior, donde el número de  congregados había ido menguando a lo largo del día, alzó y adelantó el cuerpo y, apretando las rodillas contra el animal, gritó azuzándolo para que corriera más y más. Desconocía las palabras pronunciadas por el pequeño Donatien, pero su nerviosismo y la preocupación en el rostro de Annette, le bastaban para saber que algo no marchaba bien para Marie, la dulce muchacha por la que su corazón se encogía y dejaba de latir, volviendo a la vida, como un cálido torbellino, al escucharla, al mirarla, al verla sonreír.

     Envuelto en la fría neblina del bosque llegó hasta las escalinatas del convento. Desmontó sin que su caballo hubiera detenido aún su marcha y corrió al interior del oscuro y silencioso edificio que parecía dormir. Emitió la puerta un tembloroso chirrido al empujarla y entró el caballero, espada en ristre, a aquella sobria dependencia, con estatuas pavorosas que lo espiaban desde los laterales. Caminó en línea recta por el estrecho pasillo que dejaban los bancos, y una vez sus ojos estuvieron acostumbrados a las tinieblas, vislumbró una sencilla puerta situada tras el altar. La traspasó y penetró en una pequeña habitación. Rodeó la mesa central y salió a un corredor ligeramente iluminado. Escuchó. Se oía un leve chapoteo. Anduvo despacio, en dirección al ruido. Se detuvo y volvió a escuchar. La luz allí era más intensa. Se asomó a la estancia de la que proviniera el acuoso sonido y contempló aturdido el cuerpo desnudo y arrugado del viejo obispo, que se afanaba en limpiar cada pliegue de su repugnante miembro, herido y cubierto de sangre.

     Dashiell entró veloz en aquella especie de cocina y golpeó con la empuñadura de su espada el rostro del prelado, sin que este tuviera tiempo de reaccionar. El vejestorio cayó pesadamente al suelo, arrastrando consigo la cubeta que hubiera estando utilizando para lavarse y derramándose sobre él el agua rosada de su interior.  

     -¿Qué le habéis hecho, malnacido?- gritó el soldado acuclillándose ante el cura y prendiéndolo del cuello- ¿Dónde se encuentra Marie?

     El obispo Godet trató de contestar, pero el custodió presionaba fuertemente su nuez. De su garganta no lograban salir más que ruidos guturales y roncos, convertidos después en toses rotas. Viendo que el joven no disminuía la presión, estiró el brazo para coger su báculo pastoral, tirado junto a él,  con la intención de defenderse.

     El soldado apretó con saña la garganta del obispo y se agachó para recoger el bastón del suelo. Advirtió que la empuñadura estaba manchada del rojo oscuro de las heridas profundas.

     -¿Esto es lo que habéis utilizado contra ella?- zarandeó el báculo ante el rostro de aquel, amoratado a causa de la asfixia. Entonces lo alzó del suelo, aflojando la opresión sobre su cuello, y ambos salieron al pasillo, donde Dashiell, gritando a pleno pulmón el nombre de la muchacha, fue abriendo todas las puertas de la morada hasta llegar a una que extrañamente permanecía cerrada con llave.

       -¿Marie?- preguntó en voz alta el caballero, pegando la oreja a la superficie de madera, con la esperanza de escuchar su voz- ¿Se encuentra aquí verdad?- dijo dirigiéndose al desnudo cristiano.

     -¡No, os lo juro por Nuestro Señor! ¡Ahí dentro no hay nadie, solo trastos en desuso!- lloriqueó el cura sin poder evitar mostrarse nervioso. Con una de sus manos, tapó disimuladamente el objeto que descansaba sobre su pecho.

     Dashiell apartó violentamente aquella garra y observó la llave que ocultaba.

     -¡Trastos valiosos deben ser los que guardáis!- enojado, cogió la llave y, sin soltarla del cordel del que pendía, la llevó hasta la cerradura arrastrando hacia adelante al obispo, con tal ímpetu, que el viejo chocó de bruces contra la puerta y quedó arrodillado en el suelo, escupiendo dientes y cuajarones de sangre que salían de su nariz y su boca.

     Al entrar en los aposentos, el soldado soltó la llave como si de repente las fuerzas lo hubieran abandonado, viendo, con el corazón encogido, la sangrienta escena que las velas de varios candelabros iluminaban. Dio unos pasos breves y temblorosos, internándose en el habitáculo, en la escena de una dramática carnicería, donde el  suelo de piedra brillaba de un rojo refulgente y la ropa de cama se hallaba empapada en sangre.

     -¿Qué le habéis hecho?- Dashiell se giró hacia el obispo Godet con lágrimas de impotencia  en los ojos- ¡¡Decidme, desgraciado!!- le propinó una fuerte patada en un costado- ¿Qué demonios le habéis hecho?

     El obispo se agarró el costillar, dolorido, asustado y después vacío de sentimiento. Desde el suelo, rotos varios de sus huesos, escrutó la gran dependencia, repleta de signos de violencia, más sin rastro alguno de Marie. Había huido. Su niña había escapado de él, de nuevo, como un animal asustado. Y aquel caballero fuera de sí, lo acabaría matando como un lobo a un  venado. Pero no, aquella no sería la peor de sus suertes. Si el custodio no acababa con él, lo llevaría ante la princesa, reina ahora que el monarca era historia. Y entonces sí, entonces, su final sería inminente, aunque no falto de sufrimiento.

       -Nada le he hecho- dijo el prelado con mirada perdida, siseando las palabras entre los huecos de su dentadura rota-. Vos debisteis alejaros de ella y así el Señor no me hubiese ordenado limpiar su alma impura y pecadora.

      El soldado escuchó absorto las palabras de aquel  loco.

     -¿Dónde la habéis llevado?- Dashiell bajó el tono de voz-. Decídmelo, os lo suplico, y os dejaré en libertad- bajó la espada a modo de rendición.

     -No he sido yo- el cura sonrió, chorreándole hacia el mentón un reguero de baba roja-.  Debió ser Él quien entró  por la ventana para  llevársela convertida en ángel.

      El custodio dio unos pasos junto al lecho y vio unas pequeñas huellas de mano dibujadas sobre los marcos de madera de la ventana. La abrió de par en par y oteó el exterior. La hierba se hallaba aplastada y manchada de sangre allí donde Marie debía haberse apoyado al saltar. Las esperanzas de encontrarla con vida volvieron a adueñarse de él. Lo había logrado. Su amada había conseguido escapar.

     Oyó un ruido a sus espaldas. Se giró con el hierro alzado y caminó hacia  la puerta, dónde a gatas, el obispo trataba de huir con el agujero del culo a la vista y los huevos colgando hasta casi tocar el suelo. El joven pasó suavemente la afilada hoja de su espada por la parte trasera del tobillo del prelado, cortándole el tendón aquiliano.

     -¡Demonio!- el patético viejo cayó al suelo por enésima vez- ¡Vuestra palabra de caballero carece de valor!- exclamó Godet mientras se retorcía de dolor- ¡Jurasteis que me dejaríais libre!

     -¿Acaso impido que os vayáis?- hizo una pausa-. Solo me aseguro de que no marchéis demasiado lejos- dijo Dashiell saliendo de la estancia.

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