-26-
Acabada la
jornada, Yannick, sudoroso y agotado, entró en su hogar. Puso a calentar las
sobras del almuerzo, encendió un par de velas en la estancia y, uno a uno,
cerró los postigos de las ventanas, agradeciendo, tras el sofocante calor
producido por la fragua, aquel delicioso frescor que inundaba su humilde
morada.
Se sentó a la mesa
y se descalzó con la única ayuda de los pies, al tiempo que sacaba la carta con
el sello real lacrado del interior de uno de los bolsillos del delantal de
cuero. La miró al trasluz.
De repente, unos
sonoros golpes en la puerta lo hicieron levantarse de un salto. Guardó la
misiva una vez más y se armó de su fiel espada.
-¿Quién hay?-
preguntó en una exclamación.
-¡Yannick, ábreme!
¡Soy Juliette!- gritó una voz cantarina y aguda.
El herrero abrió
de golpe, dejando el hierro apoyado en la pared.
-¿Qué haces aquí?-
sacó la cabeza por la abertura de la puerta y la metió en la casa de un
empujón- ¿Saben tus padres dónde estás? Es tarde, deben estar preocupados.
La muchacha, de
apenas 15 años, hizo un gesto de despreocupación, mirando hacia abajo y alisándose las faldas.
-Seguro que les da
igual…- lo miró entonces, con los ojos castaños abiertos como platos-.
Necesitaba verte- se abalanzo sobre él, rodeándolo con sus flacos brazos y
apoyando una de sus mejillas sobre su pecho.
-Juliette, no- el
hombre miró al techo y resopló exasperado, con los brazos caídos lánguidamente
a los laterales del cuerpo, sin querer ni siquiera rozarla. Después la sujetó
por los hombros y la separó de él, inclinándose levemente para alcanzar a mirar
fijamente sus pupilas-. Hemos hablado muchas veces de esto. Eres una niña- vio
que la cara de ella iba transformándose en un gesto de rabia infantil-. Mereces
un hombre que pueda darte lo que deseas y sabes que ese no soy yo.
-¡Pero yo te deseo
a ti!- explotó ella, soltándose de sus poderosas manos- ¡Ya no soy una niña! ¿Tanto
te cuesta entenderlo?- las lágrimas corrían por sus mejillas como riachuelos
incontrolables- ¡Soy una mujer y quiero ser tuya! ¡Solo tuya!- escondió el
rostro tras sus palmas.
Yannick se acercó a
la joven con intención de calmarla, pero ella huyó, avergonzada y herida en su
orgullo, al no poder contener ni disimular la pena y la rabia que sentía. Él
cerró la puerta una vez desapareciera la delgada figura al final del camino, y
se apoyó de espaldas sobre la entrada de
madera, suspirando apesadumbrado al verse obligado, por el propio bien de la
muchacha, a hacerle aquel intenso daño. Echó hacia atrás la cabeza y cerró los
ojos. Un nuevo suspiro escapó de lo más profundo de su ser al recordar a sus pequeños,
jugando en la villa con la misma niña que ahora se hacía mujer y confundía sus
anhelos.
Demasiados
recuerdos al mirar tan pequeño saco de huesos.
El cielo rojizo del atardecer quedó oculto
tras las copas de los árboles cuando Marie se internó en el bosque,
flaqueándole las piernas, girando con movimientos vertiginosos todo a su
alrededor. No pensaba con claridad. Ni siquiera lo pretendía. Las ideas se
amontonaban en su cerebro abotargado, sin encontrar resquicio por el que salir
de aquella cárcel repleta de zumbidos y martilleos que la convertían en una
sonámbula, con los brazos alargados para no tropezar en aquel paraje lleno de
imprevisibles obstáculos, pero avanzando, no obstante, a un destino conocido y
guardado en algún lugar recóndito de su mente.
Un agudo pinchazo
en sus entrañas la hizo estremecer. La muchacha se detuvo y, encogida, agarró
su vientre mientras un cálido chorro de sangre, otro, resbalaba por el interior
de sus muslos. Se irguió. Reanudó la
marcha dolorida, fatigada, trastabillando con las raíces, con las piedras
cubiertas de hojarasca, pero no se volvió a detener.
Lejano fue el
rumor que hasta ella llegó como un suspiro, y sin embargo, supo que al fin, su
camino había concluido. El agua del riachuelo brillaba, ante ella, con los
últimos rayos solares del día y se acercó a la orilla deseando sentir el
frescor del agua sobre sus labios resecos, en su boca impura, en su piel
mancillada y beber hasta calmar aquella
sed anodina que la consumía.
Se arrodillo en el
borde, junto a un remanso. El reflejo borroso de una mujer maltrecha la miró entonces
a los ojos. Ladeó Marie la cabeza preguntándose quién sería y la desconocida la
imitó, cuestionándose lo mismo, supuso. Alargó la mano hacia la frente herida
de la extraña que nada decía, y al hacer aquella lo mismo, chocaron ambas
manos, provocando cientos de ondas que dispersaron sobre la superficie la
imagen de la otra. Sintió pena al volver a sentirse sola. Oteó el cielo. Casi
era de noche y el cansancio se estaba apoderando de ella. Tenía mucho sueño. Se
recostó de lado sobre la hierba húmeda y mullida y cerró los ojos, mientras en
sus pensamientos brumosos, la imagen de un caballero rubio y apuesto le tendía
la mano para ofrecerle el cobijo que siempre se le había negado.
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