domingo, 28 de julio de 2013

-32-




-32-

 

     Madeleine se despertó azorada al sentir sobre sus párpados el cálido tacto de un rayo de sol. Ya había amanecido y Annette estaría preocupada por su tardanza, deambulando histérica por sus aposentos, preguntándose cómo su Señora podía ser tan necia para cabalgar por medio del bosque hasta la fortaleza a plena luz del día y acercarse después hasta la entrada secreta de la muralla, pudiendo ser vista  por cualquier mirada atenta. Yannick se movió a su lado y, con cuidado de no molestarlo, se desembarazó del musculoso brazo que la rodeaba, lo besó en sus cálidos labios  y se levantó sin apenas hacer ruido. Cogió su ropa y los escarpines y, frente al hogar, donde las llamas estaban a punto de morir, se vistió presurosa. Quitó a duras penas el pesado tablón que bloqueaba la entrada principal, lo dejó apoyado contra la pared contigua y abrió la puerta, que gimió sobre sus goznes oxidados.

 

 

 

 

     Cuando Yannick despertó, el dulce perfume de Madeleine era lo único que de ella quedaba en su lecho y en la silenciosa casa. Se dio media vuelta y, boca abajo, aspiró el aroma floral que desprendía la ropa de cama, mientras con pequeños movimientos rozaba su miembro contra la sábana bajera imaginándola debajo, el trasero redondeado contra su dura polla, sus curtidas manos cubriendo los tersos y pálidos pechos de oscuros pezones, agarrándose ella con fuerza al cabecero de forja para soportar sus salvajes embestidas, apareándose como un par de animales.

 

 

 

 

      Annette caminaba nerviosa por los aposentos reales, impaciente por la tardanza de su princesa mientras el sol seguía su ascenso imparable sobre el reino de Mauban. Miró por la ventana salpicada de gotas de lluvia y comprobó apesadumbrada que a  pesar de la llovizna, el día se mantenía luminoso y poco o nada costaría a los vigías divisar una silueta saliendo de entre la espesura del bosque y dirigiéndose a la muralla.

       Alguien gritó entonces la voz de alarma y la doncella abatió las dos hojas del gran ventanal para poderse asomar y descubrir qué sucedía, segura de que debían haber detenido a la princesa como a una vulgar ladrona cuando trataba de colarse en el castillo. Pero no, no se trataba de ella.

     -Dashiell- murmuró haciéndosele un nudo en la garganta, al verlo traspasar el portón principal llevando a una mujer en brazos, en tanto que un escudero se hacía cargo de su caballo.






lunes, 22 de julio de 2013

-31-


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      La tormenta acababa de estallar con el abrumador retumbar de los truenos sobre sus cabezas, el repique constante y monótono de las gotas de lluvia sobre el tejado de la herrería y los pequeños fogonazos que se colaban curiosos por entre las rendijas de los viejos postigos de madera.

     Yannick entrelazó sus dedos con los de la princesa y la condujo hasta el dormitorio, en tanto en el hogar, los troncos chisporroteaban con un crepitar delirante al lamer el fuego sus zonas más húmedas. Situados junto al lecho, él comenzó a desnudarla sin prisa, con ternura, guardando su ardiente deseo por Madeleine para momento más propicio. Ya sin ropa, la tomó con suavidad por ambas mejillas, quedando su rostro entre sus palmas abiertas, al tiempo que con los pulgares rozaba las comisuras de sus rojos y perfectos labios. Y la besó. La besó sin apenas tocarla, solo un roce suficiente para sentir escapar el aliento de su  boca entreabierta, dejándose ella hacer mirándolo con la intensidad de un halcón,  atrapándolo para siempre en sus pupilas. La tumbó en la cama, se desnudó el también y se acostó a su lado, acoplándose ambos cuerpos como hechos a medida, abrazados sin ganas de otra cosa que permanecer juntos toda la eternidad.

 

 

 

 

      -Marido, alguien toca a la puerta- susurró su dulce mujer dándole unos ligeros golpecitos en el hombro para despertarlo con sutileza.

     -¿Y a qué esperas para abrir?- murmuró el hombre con la áspera voz que deja el mal vino.

     Ella suspiró acostumbrada a las contestaciones de su rudo esposo, se agarró la abultada barriga y salió como pudo de la atestada cama, sintiendo el frío de las baldosas en sus pies descalzos.

     -¿Quién hay?- preguntó sin alzar la voz, aunque la mayor parte de sus retoños ya se habían despertado a causa de los aporreos,  sollozando asustado, alguno de ellos,  bajo las sábanas.

     -Mamá, soy yo. Abre.

     La mujer no se lo pensó dos veces y abrió la puerta al oír la voz de su primogénita, a la que creía dormida en su lecho compartido.

     -¡Juliette! ¿Qué ha sucedido?- dijo santiguándose al reconocer al hombre con el que su hija cargaba a duras penas.

domingo, 14 de julio de 2013

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        Yannick empuñó su espada por segunda vez aquella tarde. Escuchó los pasos que se aproximaban a través de la herrería pegando la oreja a la puerta y abrió ésta con violencia, tratando de sorprender al merodeador que acechaba su morada.

     -¿Princesa?- la miró atónito mientras un rayo cortaba el cielo. Se hallaba envuelta en una tupida capa grisácea, sin adornos, oculto su hermoso cabello negro bajo la capucha. Su rostro suave y pálido, sin embargo, quedaba al descubierto, destacando en él sus ojos, enrojecidos e hinchados a causa de las lágrimas. Dejó el hierro en el suelo y extendió los brazos hacia la heredera al trono, hacia la muchacha. Cogió aquellas manos temblorosas que desconocían el significado del trabajo y la atrajo hacia su pecho, donde ella apoyó una de las mejillas sobre su corazón, sintiendo él sus sollozos incontenibles, inconsolables-. Pequeña- acarició su nuca y besó su cabeza con dulzura, aspirando el perfume que desprendía su pelo y que lo arrastró a  aquella misma habitación, a los lloros de su esposa y sus hijos cuando lo llamaran a armas para combatir en una batalla que no le incumbía, a una guerra en la que hubo de defender a extraños, al tiempo que su familia quedaba desprotegida y a merced de  bandidos sedientos de sangre.

Yannick escondió su rostro entre el cabello de Madeleine abrazándola con más fuerza. Frunció el ceño para contener las lágrimas y volvió a encerrar los recuerdos a buen recaudo, en ese rincón oscuro de su mente del que intentaba que no salieran.

 

 

 

 

 

      Juliette se acuclilló junto al prelado.

    -Tenéis una buena herida en el tobillo, mi señor. Debería ir hasta la villa y traeros ayuda.

     -¡No!  No me dejéis solo- le aferró la muñeca violentamente, soltando la presión poco a poco al ver su expresión asustada-. Pronto vendrán a buscarme- continuó diciendo dulcemente- y no puedo permitir que me encuentren aquí, solo, herido e indefenso- haciendo un gran esfuerzo, el obispo comenzó a ponerse en pie apoyando su brazo izquierdo sobre los hombros de la flaca niña, más fuerte de lo que en una primera impresión aparentaba.  

    Un trueno retumbó sobre sus cabezas y las gruesas gotas de lluvia no tardaron en caer con intensidad.

      -No os preocupéis, Monseigneur, no os abandonaré. Os llevaré junto a mi familia, donde estaréis a salvo de cualquier peligro- con paso firme y lento comenzaron la difícil marcha por el frondoso bosque, cuyos altos árboles los resguardaban del aguacero.

    -Hermosa niña- Godet la miró sonriente, bajando su  mano por el brazo hasta rozar uno de sus pequeños pechos-, Dios  devolverá con creces tu bondad.

 

domingo, 7 de julio de 2013

29


-29-

 

 

      Cojeando atrozmente a causa de su tobillo malherido y arrastrando aquel colgajo sanguinolento que tenía por pie, el obispo Godet se adentró en el bosque aferrado, con todas sus fuerzas, al báculo pastoral.  Las ramas bajas de los árboles azotaban su debilitado cuerpo, mientras las agujas de pino y los guijarros se clavaban en sus pies desnudos.  Una roca lo hizo tropezar y cayó sobre la alfombra de hojas que cubría el húmedo paraje. Se sentó para mirar la herida abierta que rezumaba sangre, como si se tratara de una  olla rebosante de agua en ebullición, y maldijo al caballero del príncipe Antoine, artífice de aquel tajo profundo hasta el hueso,  que enlazaba ambos maléolos.

     Se irguió trabajosamente ayudado de su inseparable bastón y reanudó la marcha. No había tiempo que perder. Debía ponerse a salvo del vengativo soldado que tarde o temprano daría con  él.

    

 

 

 

 


    Los truenos retumbaban a lo lejos, más allá de las altas montañas, mientras el bosque iba llenándose de penumbras. No obstante, Juliette no aceleró el paso, ni siquiera cuando la lluvia comenzó a empaparla. Disfrutaba de aquella soledad, de la oscuridad protectora, del silencio y la calma, y esperaba llegar a su hogar cuando toda su familia durmiera ya, cuando nadie la molestara con un sinfín de peticiones y órdenes por ser la mayor de once hermanos. Entonces, sigilosamente, se acurrucaría en la abarrotada cama en la que pronto serían, al menos, uno más, y descansaría hasta el amanecer de un nuevo y agotador día limpiando y escuchando las quejas hambrientas de diez bocas que apenas si tendrían qué comer.

       Se agachó y recogió del suelo una rama de árbol llena de hojas que habían comenzado a amarillear y prosiguió su marcha por el estrecho sendero agitando el palo, como si espantara moscas, y silbando una alegre cancioncilla que la ayudaba a no pensar.

     Un quejido antinatural llegó hasta sus oídos instantes después. Se detuvo. Volvió a oírlo. Un sonido alargado y lúgubre que llegaba hasta ella cascado y lejano. Dio unos pasos inseguros hacia la vegetación que bordeaba el camino.

     -¿Quién hay ahí?- preguntó en voz baja y temblorosa.

     Nada, salvo las gotas de lluvia al caer.

     -¿Quién hay?- alzó la voz.

     -¡Ayudadme!- la voz rota llego hasta ella atravesando el bosque- ¡Estoy herido!

     La muchacha soltó la rama y, sin pensar en los peligros que la pudieran acechar,  se sumergió en la espesura en busca del desesperanzado hombre, al que no tardo en hallar.

     -¡Oh, alabado sea el todopoderoso Señor!- exclamó un viejo con la espalda apoyada en un grueso tronco- ¡Él os ha enviado como a un ángel guardián! ¡Acercaos y ayudad a este malparado siervo de Dios!

     Juliette se aproximó a él lentamente, con pasos cautos, dispuesta a correr ante la más mínima señal de peligro. Llegó hasta sus pies embarrados y miró aquel cuerpo sucio, arrugado y  desvalido, que en nada se quedaba sin su sotana y sus palabras floridas.

     -¿Monseigneur?