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Yannick apartó la
comida del fuego y la sirvió en un cuenco de madera. Se sentó a la mesa una vez
más y de nuevo sacó la arrugada carta. La miró un instante y rompió el lacre
blancuzco, desplegando el papel apergaminado.
Solicitad una audiencia
privada como nuevo
herrero del reino. Ansío conversar con vos
referente a
las labores que
desearía encomendaros tras la
demostración de talento
de la que
ayer me hicierais partícipe.
El herrero colocó
la misiva abierta en la mesa y se reclinó en la silla, haciendo que esta se
balanceara apoyada únicamente sobre sus dos patas traseras.
Cerró los ojos y
aspiró profundamente al recordarse dentro de Madeleine, dentro de aquel cuerpo
felino de abrumadores movimientos por el que fue arrastrado a un placer
indescriptible. Se pasó la mano por la prominencia de su entrepierna y comenzó
a acariciarse sobre las calzas. Metió la mano entonces por debajo de las mismas
y se agarró la dura polla con fuerza, sacándosela mientras la maleaba de arriba
abajo, una y otra vez.
Un repentino
relincho frente a la herrería hizo que Yannick saliera de sus pensamientos. Se reclinó
hacia delante con ímpetu, al tiempo que guardaba su miembro, y las patas
traseras del asiento chocaron contra el suelo con un golpe seco.
Dashiell siguió por el atajo invadido de
maleza hasta que el cantar del río llegó claro a sus oídos. Un trueno resonó no
muy lejos y el soldado se percató de que el cielo anaranjado comenzaba a
cubrirse rápidamente de oscuros nubarrones, a pesar de que el viento apenas si
soplaba.
Desmontó y una
sombra en la orilla llamó su atención. Una roca. Una extraña roca sobre la
hierba. Se aproximó con el corazón en un puño.
-¡Marie!- corrió hacia
su amada al verla encogida y tumbada de lado sobre aquel húmedo y verde tapiz.
Se arrodilló junto a ella, la giró hasta ponerla boca arriba y acarició sus suaves
mejillas, aún cálidas, sonrosadas. Rozó con el pulgar sus labios, aquellos que
dibujaban tan hermosa sonrisa que le hicieran sentir celos del pensamiento que
se la hubiera provocado. Detuvo la vista en su frente. Apartó un mechón de pelo
trigueño, sucio y pegajoso, y contempló, con lágrimas en los ojos, la profunda
brecha abierta hasta más allá de la osamenta, mezcolanza de líquidos que habían
teñido en blanco y gris la sangre que
cubría su rostro.
Llorando sin
remisión la abrazó, pecho contra pecho, un único palpitar. Alisó con delicadeza
sus largos cabellos y besó su coronilla llena de hojarasca haciendo caso omiso
a las gotas de lluvia que, en tromba, comenzaran a caer sobre ellos, arrastrando
consigo todo vestigio de violencia del impávido cuerpo que ya jamás se movería.
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