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Frente
a los muros del castillo, los mercaderes colocaban sus puestos en la plaza
principal y en las callejas adyacentes, tratando de mantener sus productos alejados
de la insistente lluvia otoñal que auguraba buenas cosechas futuras. Varias
clientas, las más madrugadoras, con sus grandes cestas de mimbre colgadas por
el asa de la articulación del codo, comprobaban la calidad de las mercancías
situadas ya sobre los diferentes mostradores y regateaban los precios, muy por
lo bajo, con los comerciantes, sabiendo
estos que si no daban su brazo a torcer, sería el dueño del puesto
lindante quien realizaría la venta. Y como no estaba la vida como para rechazar
monedas, ni perder clientela, aunque a veces las ganancias no fueran
cuantiosas, los tratos cerrados, tratos eran.
-Donatien,
apuntala bien ese madero- le pidió su padre, de puntillas para colocar el tendal de cuero
sobre su puesto de carpintería.
Mas su hijo no escuchó
ni apuntaló. Tenía la mirada fija en Annette, la doncella de la princesa, que con
el pelo suelto y mojado, arremangadas las sayas, descubierta la parte inferior
de sus calzas y salpicándose en cada
charco formado en la plaza, corría en dirección
a la entrada de la fortaleza como alma que persiguiera el diablo, gritando el
nombre del caballero rubio que hubiera partido al atardecer en busca de Marie.
-¡Dashiell!- exclamó
Annette por enésima vez, frenando su carrera al llegar a la turba que rodeaba
al caballero-. ¡Paso, en nombre de la princesa!- gritó a pleno pulmón para que
la muchedumbre la escuchara y le abriera un pasillo, como así hiciera-.
Dashiell- susurró cayendo de rodillas ante el soldado, arrodillado a su vez, embarrado, con la mirada perdida, abrazando el
frágil cuerpo de Marie contra su pecho, los brazos de ella rígidos por la muerte.
-Lo lamento,
caballero- la doncella apoyó su cálida mano sobre la de él, temblorosa por el
frío, y pudo sentir en sus entrañas que aquel hombre que hubiera conocido, para
siempre había dejado de existir.
El custodio la
miró entonces con aire extrañado, los ojos enrojecidos y con profundas ojeras
púrpuras, igual que si acabara de despertar de un sueño letárgico y
desconociera dónde se encontraba. Lentamente giró de nuevo la cabeza hacia su
amada, aquella que ya nunca despertaría, y tumbó su cuerpo inerte sobre el
suelo empedrado acariciando aquel precioso rostro con una delicadeza insólita
para un hombre de guerra.
-Cuidadla por mí-
dijo sin apartar la mirada de Marie y con una voz apenas audible-. Debo
ocuparme de algunos menesteres- el joven se puso en pie con torpeza a causa del
entumecimiento de sus miembros inferiores.
-Descuidad, no me
apartaré de su lado- afirmó ella y Dashiell asintió con el semblante triste-.
Acabaréis con él, ¿verdad?- preguntó refiriéndose a Godet-. Yo misma lo haría si
tuviera la oportunidad.
-Lo traeré para
que la reina lo juzgue por su crimen- fue su escueta respuesta.
Y acompañado por varios de sus hombres de
confianza, dejo la fortaleza para volver al convento.
-Pobre muchacha- dijo
una de las correveidile de las que tanto
abundaban en Mauban mientras Donatien intentaba, a codazos, internarse por el
pasillo multitudinario que se había cerrado tras Annette.
-Pobre- repetían, con
voz cansina, otras mujeres a coro.
-Habrá sido una
bestia- conjeturó la primera de manera dramática.
-Una bestia-
afirmaron las otras mirándola con aprobación.
-¿Una bestia? ¡Por
Dios, qué desgracia!- exclamó estridentemente
una joven madre apretando a su acobardada hija contra sus faldas.
-Sí, qué
desgracia- de nuevo el coro de voces desapasionadas.
-Una enorme bestia
que habita en el bosque y se alimenta de carne humana- continuó la que se
hubiera autoproclamado portavoz.
-¡Callad de una
vez, gallinas cluecas! ¿No veis que asustáis a la chiquilla?- gritó un vinatero
de edad madura señalando a la pequeña escondida en los pliegues de la gruesa falda
de su madre-. ¡Y tú, la que tanto parlotea! No lleves a engaños a los presentes
con seres místicos y extraños, pues la bestia de la que hablas y que ha acabado
con esa joven vida, tiene dos piernas y pelos en el culo, como tú o como yo.
Aquellas palabras no
acallaron a las chismosas, sino que originaron un gran revuelo entre el gentío,
asustado repentinamente ante la noticia de un asesino en el bosque vecino. El hijo del carpintero aprovechó la confusión
y el movimiento para avanzar y llegar, al fin, junto a Annette, mujer de carácter sieso y
desabrido que permanecía ahora, arrodillada en el mojado suelo, cabizbaja,
húmedos los ojos, velando el cadáver de Marie, cuya palidez del lado izquierdo
del rostro difería enormemente del matiz rojizo-morado del derecho, como si la
hubieran molido a palos. Donatien se acercó a ellas y tragó ruidosamente la
bola de baba que se le había formado en la garganta, mientras sus lágrimas,
vertidas en silencio, se mezclaban, en sus no muy limpias mejillas, con las
gotas de lluvia. La doncella de la princesa tendió su mano y agarró la suya
para que se arrodillara a su lado. Rodeó sus hombros de niño, más niño ahora
que nunca, reconfortándolo, y, sin
impedimentos, ladeó él su cabeza
apoyándola en el de Annette, sintiendo sus rubios y largos cabellos cosquilleando
su nariz.
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