lunes, 25 de noviembre de 2013



-46-

 

 

     La mañana de las nupcias se convirtió en el momento idóneo para que un fugitivo escapara de las atestadas calles de la fortaleza sin levantar sospecha. Yannick se mezcló con las gentes que llegaban dispuestas a disfrutar de un día más de festejos y con las que salían de entre las murallas para llevar a cabo aquellos trabajos que no podían dejar de realizarse bajo ningún pretexto, aunque se tratara de un enlace real que hubiera cruzado fronteras. Cogió el herrero un olvidado saco del suelo, lo echó al hombro y caminó hacia Passan simulando ser un campesino, sin detenerse hasta arribar a su hogar.  Allí rodeó el edificio y, tal y como esperaba, encontró a su corcel pastando la alta hierba que recubría la parte trasera.

     -Buen chico- susurró, dándole unas palmadas cariñosas en el robusto cuello-. Encontraste el camino de vuelta. Y, por suerte, yo también- lo cogió de las riendas  y lo llevó  a la cuadra junto a sus otros equinos.

    Yannick entró entonces en la casa y se cambió de ropa, asqueado de sentirse maloliente y  empapado en sudor. Después encendió la chimenea y se calentó junto a sus vivaces llamas, mientras un caldo de hortalizas a punto de echarse a perder hervía en una perola. Sin embargo, aquel olor delicioso no lo reconfortó. Súbitamente recordó la promesa de visitar a la familia de Juliette y el malestar sinsentido del día anterior volvió a  atenazarlo con fuerza. Se puso en pie. Alcanzó un cuenco de la repisa combada situada sobre el hogar y se sirvió dos cazos de agua manchada, que aunque a nada le supo, consiguió, al menos, calentar su cuerpo destemplado y llenar su estómago. Salió posteriormente de su morada con el mayor aplomo posible, tratando de no perder aquella calma que en más de una ocasión lo había salvado en la batalla, cuando la templanza de la mano era harto más importante que el filo de la espada. Y llegó a la aldea; la casa de sus amigos cerrada, de nuevo, a cal y canto. “Habrán ido a los festejos”- murmuró una débil voz en su cerebro, pero él sabía que no, que no habían ido, que aquella sensación que lo corroía era por algo, algo que sabía, pero que aún no había llegado a comprender. Aporreó la puerta con todas sus fuerzas, se detuvo y escuchó, por si las pisadas de alguno de sus ocupantes le revelaran su presencia. Silencio absoluto. Volvió a golpear la puerta, con más decisión, apremiante, asustado ahora al recordar la voz de Juliette a través de la madera, su voz apagada, sus respuestas vacilantes… ¿Y si no estaba sola?- otra vez la voz susurrante. Intentó no creerla, desechar la absurda idea, mas, ¿y si era aquella la respuesta? Sí, eso era. La mancha que emborronaba su mente, el golpeteo asentado en su cerebro, que cada vez se hacía más claro, más seguro, más fuerte. Juliette no se hallaba sola mientras él nada hacía por entrar en la casa, mientras se giraba con tranquilidad hacia la suya, deseoso de que llegara la noche para que, junto a Madeleine, su sed carnal se calmase.

    Haciendo mella en él la culpabilidad, Yannick propinó una impetuosa patada contra la entrada y la puerta cayó a plomo sobre el suelo de madera irregular. El nauseabundo olor del interior lo golpeó y vomitó allí mismo, sobre sus pies. Limpió con la manga el caldo sin digerir que manchaba su barbilla y anduvo entre las penumbras de la silenciosa casa, otrora llena de risas infantiles, gritos y correteos. Vio un bulto contra la pared, una sombra difusa similar a un pelele. Se aproximó. Juliette; la flacucha niña que recientemente le hubiera proclamado su amor inocente, la muchachita con la que sus hijos habían jugado hasta que la enfermedad los hubiera arrancado de esta vida. Se arrodilló junto a ella y besó dulcemente su frente, pálida como la cera y fría,  al tiempo que, con delicadeza, cerraba sus ojos muertos llenos de pavor. Le bajó las faldas, tapando así su sexo magullado y sangriento, la cogió en brazos y la llevó al lecho común, donde la tumbó y tapó con un menudo saco de arpillera, del que únicamente sobresalían sus esqueléticos bracitos y piernas.
      Con lágrimas en los ojos, el herrero encendió un velón situado junto a la cama y se acercó al vano de la puerta abierta que llevaba el sótano y del que provenía la hediondez. Bajó lentamente los peldaños labrados en la tierra, por los que en tantas ocasiones habían descendido ambos hombres para emborracharse con las reservas de vino guardadas en la bodega. Casi en el último escalón, el aire se hizo espeso, irrespirable. Yannick dejó la vela en el suelo y, a pesar de la baja temperatura, se quitó el sayo  y tapó su boca con él, anudando las mangas de la prenda por detrás de la cabeza. De nuevo tomó el velón y, con el brazo extendido, dibujó media circunferencia para alumbrar cada rincón de la estancia. Y entonces los vio, a todos y cada uno de los hermanos menores de Juliette, a todos aquellos niños maravillosos, cuyos cuerpecitos macilentos se amontonaban ahora de cualquier manera en una de las húmedas y mohosas esquinas de la bodega, como pequeños sacos de trigo esperando el momento de ser transportados a su último destino.

lunes, 18 de noviembre de 2013




-45-

 

 

     Un caballero del condado, arqueado su cuerpo hacia delante, irrumpió en la atestada villa de Foix a lomos de su corcel.

     Khalia soltó la cesta de alimentos comprados en el mercado y corrió hasta el soldado cuando ante ella cayera del caballo, gimiendo y echando por nariz y boca espumarajos de sangre que manchaban el ocre polvo del suelo. Se arrodilló junto a él y lo recostó de lado, para que sus propios fluidos no lo ahogasen. Sin embargo, la flecha que alojada en la axila había perforado su pulmón, finalmente lo llevaría a mejor vida.

 

 

 

     Madeleine dejó de respirar mientras seguía el recorrido de la antorcha, cuya llamarada se detuvo ante un hombre ensangrentado que, desmayado y con la cabeza sobre el pecho, colgaba por las muñecas de unas cadenas  que pendían del techo.

     -Ahora que soy el rey y vuestro dueño- Antoine dio tres pasos hacia el preso-, espero que os portéis como una verdadera dama, pues me debéis ese respeto. Y para que lo comprendáis, altiva y orgullosa esposa, os doy como ofrenda a vuestro amante, para que veáis que nada de lo que hagáis a mis espaldas quedará oculto, ni impune- cogió la maraña de cabellos del herrero y levantó la cabeza con brusquedad.

     -¡Loan!- exclamó sorprendida la reina, al ver que no era Yannick, sino el culpable de la muerte de su yegua, a quien habían apresado.

     -Os suponía con mejor gusto- el monarca miró al hombre de arriba abajo, meneando la cabeza de un lado a otro con gesto de desaprobación-. Esperaba encontrar a un hombre apuesto y joven, no a este viejo cochambroso y mellado. ¡Verdugo, despertadlo!- se apartó de él y contempló como el sayón cogía un balde y lanzaba con fuerza su contenido contra el rostro y el pecho del malnacido, que despertó de inmediato, con los abiertos ojos a punto de salírsele de las órbitas.

     -¿Reina?- balbuceó-. ¡Reina! ¡Al fin! Ahora podréis decirles que no soy a quien buscan, que no es sino un error.

     -Sí,  reina, decídmelo. ¿Acaso no es este el  ferrerum faber mencionado por mis espías? ¿Vuestro amado herrero?

     -¿Herrero? Pero yo ya no…-  comenzó a decir Loan, pero la reina lo interrumpió tapando su boca.

     -Amado mío, no digáis nada. Hemos sido descubiertos y debemos pagar por este inmenso pecado y esta ofensa a mi esposo. Yo admito mi culpa y sé que vos lo negaríais hasta el final de los días por salvaguardar mi honor y mi vida y, por ello, eternamente os estaré agradecida.      Mas ahora, debéis demostrar vuestra hombría, la que demostrabais mientras conmigo yacíais, siendo en la muerte, varón como fuisteis en vida.

     Madeleine se apartó de su falso amante y tomó con energía la mano de su rey, como un cordero que vuelve al redil. Antoine hizo un gesto al carnicero y este, con un rápido movimiento, sesgó de un tajo el cuello del prisionero, que murió al instante, sin que le hubieran permitido contar la verdad.

 

 

 

 

     -Bastien, recoge rápido tus cosas, debemos huir- dijo Khalia entrando en la posada y cogiendo uno de sus grandes y exóticos pañuelos, que extendió sobre la mesa del comedor y sobre el que colocó comida y ropas de abrigo.

     -¿Huir? ¿Por qué? ¿A dónde?

     -Nos atacan los cruzados.

jueves, 14 de noviembre de 2013



-44-

 

 

     Tras la tranquilizadora noticia de que su amado Yannick había podido escapar de la guardia personal de Levisoine y de la suya propia, Madeleine se acurrucó en el lecho junto con su doncella y ninguna despertó hasta que los deliciosos y suaves rayos del astro rey acariciaron sus blancas pieles.

     -Llegó el día, mi reina- susurró Annette con la cabeza sobre la almohada y los ojos entrecerrados.

     -Llegó.

     -Cabeza erguida, amplia sonrisa y relucientes ojos de enamorada.

     -¿De qué otro modo si no?

     -Aunque tengáis que pensar en otro para lograrlo.

     -En otro y en vos- Madeleine la besó suavemente en los labios.

     -Alegrad ese semblante, mi señora, y también la voz, pues no es más que un matrimonio de conveniencia, de sobra lo sabéis- Annette la abrazó, arropándola con su desnudez-. Una vez sellado el enlace ante la iglesia y los súbditos acomodados, ambos reinos formaran uno más grande y poderoso; tendréis un vástago, o dos a lo sumo, muy hermosos ambos, puesto que tanto él como vos lo sois, y los amaréis sobre cualquier otra cosa en esta vida porque serán fruto de vuestra carne. Pero a él, a él no tendréis por qué amarlo, ya que no es sino un peón en este juego de victorias y riquezas.

     -Lo sé y, sin embargo, siento en lo más profundo de mí, que esta unión será el comienzo del fin.

 

 

 

 

     Cuando la reina apareció exultante en la engalanada sala del trono, Antoine se hallaba hablando con el obispo Clemenceaux, venido desde la Mediterránea ciudad de Targo, única y exclusivamente para celebrar aquel mayestático enlace, mientras en tierras itálicas elegían al sucesor de Godet, al prelado que profesaría su culto en la nueva catedral de Sainte Marie des Innocentes, una vez sus obras concluyeran.

     -Admirad la belleza de mi prometida- dijo el príncipe dirigiéndose al obispo, al tiempo que se aproximaba a la muchacha y acariciaba la bien disimulada herida de su labio-. Soy un hombre con suerte.

     Madeleine se acercó al hombre de Dios y besó su mano haciendo una reverencia.

     -Realmente exquisita.

     -Gracias, monseigneur- la reina volvió a inclinarse, aprovechando aquel instante para mirar a la madre de su elegido, pálida y silenciosa junto a su despreciable esposo, sumisa, perdida en el insuperable abismo que su amado hijo, al pegarla, había abierto entre ambos la noche anterior.

 

 

 

     Los recién casados salieron a la calle para compartir su felicidad con el pueblo, que los recibió alterado y dichoso, lanzando al aire millares de coloridos pétalos de rosa arrancados al alba.

      -Acompañadme esposa- Antoine de Mauban le tendió la mano-. Deseo enseñaros algo importante.

     Madeleine se la cogió dubitativa y, echando una furtiva mirada hacia Annette, se dejó llevar lejos del tumulto, hasta las empinadas escaleras que conducían a las mazmorras.

     -¿Por qué me traéis aquí?- sin soltarse de él, la reina se detuvo con el vello de la nuca erizado-. Dudo del romanticismo de este lugar.

     -No es romántico, lo admito- tiró de ella con suavidad,  comenzando a bajar los escalones-. No obstante, mi regalo nupcial para vos se halla en los subterráneos y no quiero demorar en demasía la ofrenda.  

     -¿Y ni siquiera una pista obtendré de vuestros labios sobre dicha ofrenda?- intentó sonsacarle la muchacha, mientras se internaban en el pestilente y oscuro laberinto de corredores que ante ellos se abrían.

     -Si así lo deseáis- el nuevo monarca hizo una pausa no demasiado larga y continuó hablando con tranquilidad-, os diré que aquí abajo encontraréis lo que más deseáis en este mundo.

     -Vos sois lo único que deseo- Madeleine agarró con más fuerza aquella gran mano, intentando disimular la creciente sensación de ahogo que crecía en su pecho.

     -No lo dudo mi reina, no lo dudo- respondió la voz hueca de Antoine-. ¡Carcelero! ¡¡Carcelero!!     

     -Mi señor- el verdugo salió de una silenciosa celda, con las manos ensangrentadas-. Os esperaba ansioso para finalizar el trabajo- el gigante advirtió la presencia de la mujer y enrojeció-. Mi reina- hizo una torpe reverencia-. Lamento mi aspecto- se disculpó tratando de limpiar la sangre en el delantal de cuero que vestía.

     -¡Aligerad carcelero y llevadnos ante él!- apremió el rey.

     -¿Ante él?- la reina tragó saliva al tiempo que reanudaban la marcha-. ¿Quién ha sido encarcelado sin mi consentimiento?

     -¿Pensáis en alguien especial al que temierais perder?- los fríos ojos de Antoine se posaron en los suyos.

     -No, en nadie. Solo que no comprendo nada de esto.

     -Enseguida lo entenderéis, amada mía- dijo el monarca con retintín, siguiendo al verdugo hasta otra oscura celda-. ¡Iluminad el  rostro del herrero!
 

domingo, 3 de noviembre de 2013




-43-

    

 

     Iracundos y enloquecidos, los gritos del príncipe Antoine emergieron de los aposentos de Madeleine, resonando como truenos tempestuosos a lo largo de los corredores de ambas alas de la primera planta del castillo.

     -¡Malnacida!-  la mano abierta del futuro monarca restalló sobre la mejilla izquierda de la muchacha, que sujeta por Thibaut, el custodio que la había sacado a trompicones del pasadizo, no pudo sino esperar el golpe con arrestos-. ¿Con quién os hallabais en  vuestro escondrijo?

     -Con nadie, creedme amado mío- dijo con gesto compungido, oculto su orgullo, mientras un hilillo de sangre emergía de la comisura de sus labios y el sabor del hierro inundaba su boca-, solo paseaba en un lugar calmo, intentando apaciguar mis nervios antes del enlace.

     Liberándola del aprisionamiento del pubescente caballero, su prometido la atrajo bruscamente hacia sí,  alzó su camisón y  tocó su húmedo sexo sin ningún miramiento.

     -¿Y acaso ha sido una inmunda rata quien os ha mojado como a una sucia ramera?- el príncipe se acercó a ella hasta que las puntas de sus narices chocaron-.  Además, vuestro aliento huele a polla- le susurró con una voz  tan gélida, que capaz habría sido de helar la sangre al más osado guerrero-.  ¿Tan cegado y estúpido me creéis?

    -Hijo mío, ¿qué sucede? ¿Por qué esos gritos?- la regente de Lévisoine, con su largo cabello rubio trenzado a un lado y decenas de cicatrices desfigurando su rostro sin maquillaje, se detuvo de súbito en mitad de la estancia, con los ojos abiertos a más no poder, advirtiendo por primera vez que el nulo parecido físico entre  su vástago y su esposo, existía, sin embargo, en el interior de sus enfermas mentes viriles-. Déjala ir Antoine, fruto de mis entrañas- susurró  acercándose hasta ellos con pausado caminar, intentando no alterar en demasía a su nervioso hijo de mirada enloquecida, que sujetaba a Madeleine como a punto de hacerla pedazos con sus fuertes manos-. Debes un respeto a la que mañana será tu mujer- la reina del norte se detuvo y acarició con todo su amor el musculado brazo de su fruto, recibiendo como única respuesta  un impetuoso manotazo que la dejara aturdida sobre la alfombra.

 

 

 

 

     Una vez la figura del herrero se hubiera desvanecidos entre las sombras, del mismo modo que el aturdimiento causado por la cerveza, Dashiell y Annette echaron a correr hasta las dependencias reales por calles y plazas infestadas de soldados que intentaban dar caza al fugitivo.

      -¡Príncipe, ya está bien!- exclamó el caballero haciendo acto de presencia en los aposentos de Madeleine de Mauban, a tiempo de ver cómo Antoine golpeaba  a su madre y esta caía al suelo como un pelele.  Se agachó y la levantó con dulzura-. ¿Estáis bien, majestad?- ella no dijo nada. Lo miró sin expresión alguna y dejó que el custodio que en tantas ocasiones la hubiera ayudado  tras incontables palizas de su marido la llevara hasta su dormitorio.

     -¡Soltad a mi reina!- exigió entonces Annette, con los brazos en jarras ante su futuro rey.

     -Si tanto la deseáis, es vuestra- la empujó contra la doncella y ambas quedaron sumidas en un dilatado abrazo, en tanto Antoine abandonaba los aposentos con el joven caballero Thibaut pisando sus talones.