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La mañana de las
nupcias se convirtió en el momento idóneo para que un fugitivo escapara de las
atestadas calles de la fortaleza sin levantar sospecha. Yannick se mezcló con
las gentes que llegaban dispuestas a disfrutar de un día más de festejos y con las
que salían de entre las murallas para llevar a cabo aquellos trabajos que no podían
dejar de realizarse bajo ningún pretexto, aunque se tratara de un enlace real
que hubiera cruzado fronteras. Cogió el herrero un olvidado saco del suelo, lo
echó al hombro y caminó hacia Passan simulando ser un campesino, sin detenerse
hasta arribar a su hogar. Allí rodeó el
edificio y, tal y como esperaba, encontró a su corcel pastando la alta hierba
que recubría la parte trasera.
-Buen chico-
susurró, dándole unas palmadas cariñosas en el robusto cuello-. Encontraste el
camino de vuelta. Y, por suerte, yo también- lo cogió de las riendas y lo llevó a la cuadra junto a sus otros equinos.
Yannick entró entonces
en la casa y se cambió de ropa, asqueado de sentirse maloliente y empapado en sudor. Después encendió la
chimenea y se calentó junto a sus vivaces llamas, mientras un caldo de
hortalizas a punto de echarse a perder hervía en una perola. Sin embargo, aquel
olor delicioso no lo reconfortó. Súbitamente recordó la promesa de visitar a la
familia de Juliette y el malestar sinsentido del día anterior volvió a atenazarlo con fuerza. Se puso en pie. Alcanzó
un cuenco de la repisa combada situada sobre el hogar y se sirvió dos cazos de
agua manchada, que aunque a nada le supo, consiguió, al menos, calentar su
cuerpo destemplado y llenar su estómago. Salió posteriormente de su morada con
el mayor aplomo posible, tratando de no perder aquella calma que en más de una
ocasión lo había salvado en la batalla, cuando la templanza de la mano era
harto más importante que el filo de la espada. Y llegó a la aldea; la casa de
sus amigos cerrada, de nuevo, a cal y canto. “Habrán ido a los festejos”- murmuró una débil voz en su cerebro,
pero él sabía que no, que no habían ido, que aquella sensación que lo corroía
era por algo, algo que sabía, pero que aún no había llegado a comprender. Aporreó
la puerta con todas sus fuerzas, se detuvo y escuchó, por si las pisadas de
alguno de sus ocupantes le revelaran su presencia. Silencio absoluto. Volvió a
golpear la puerta, con más decisión, apremiante, asustado ahora al recordar la
voz de Juliette a través de la madera, su voz apagada, sus respuestas
vacilantes… ¿Y si no estaba sola?- otra
vez la voz susurrante. Intentó no creerla, desechar la absurda idea, mas, ¿y si
era aquella la respuesta? Sí, eso era. La mancha que emborronaba su mente, el
golpeteo asentado en su cerebro, que cada vez se hacía más claro, más seguro,
más fuerte. Juliette no se hallaba sola mientras él nada hacía por entrar en la
casa, mientras se giraba con tranquilidad hacia la suya, deseoso de que llegara
la noche para que, junto a Madeleine, su sed carnal se calmase.
Haciendo mella en
él la culpabilidad, Yannick propinó una impetuosa patada contra la entrada y la
puerta cayó a plomo sobre el suelo de madera irregular. El nauseabundo olor del
interior lo golpeó y vomitó allí mismo, sobre sus pies. Limpió con la manga el
caldo sin digerir que manchaba su barbilla y anduvo entre las penumbras de la
silenciosa casa, otrora llena de risas infantiles, gritos y correteos. Vio un
bulto contra la pared, una sombra difusa similar a un pelele. Se aproximó. Juliette;
la flacucha niña que recientemente le hubiera proclamado su amor inocente, la
muchachita con la que sus hijos habían jugado hasta que la enfermedad los
hubiera arrancado de esta vida. Se arrodilló junto a ella y besó dulcemente su
frente, pálida como la cera y fría, al
tiempo que, con delicadeza, cerraba sus ojos muertos llenos de pavor. Le bajó
las faldas, tapando así su sexo magullado y sangriento, la cogió en brazos y la
llevó al lecho común, donde la tumbó y tapó con un menudo saco de arpillera,
del que únicamente sobresalían sus esqueléticos bracitos y piernas.
Con
lágrimas en los ojos, el herrero encendió un velón situado junto a la cama y se
acercó al vano de la puerta abierta que llevaba el sótano y del que provenía la
hediondez. Bajó lentamente los peldaños labrados en la tierra, por los que en
tantas ocasiones habían descendido ambos hombres para emborracharse con las
reservas de vino guardadas en la bodega. Casi en el último escalón, el aire se
hizo espeso, irrespirable. Yannick dejó la vela en el suelo y, a pesar de la
baja temperatura, se quitó el sayo y
tapó su boca con él, anudando las mangas de la prenda por detrás de la cabeza. De
nuevo tomó el velón y, con el brazo extendido, dibujó media circunferencia para
alumbrar cada rincón de la estancia. Y entonces los vio, a todos y cada uno de
los hermanos menores de Juliette, a todos aquellos niños maravillosos, cuyos
cuerpecitos macilentos se amontonaban ahora de cualquier manera en una de las
húmedas y mohosas esquinas de la bodega, como pequeños sacos de trigo esperando
el momento de ser transportados a su último destino.
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