lunes, 16 de diciembre de 2013


-49-

 

 

    Sesgando la vida de cualquiera que se interpusiera en su camino en aquella matanza indiscriminada, sobre sus monturas cubiertas por gualdrapas, tomaron las calles de Foix los cruzados, estandartes de Beaussant y lanzas en alto.

     Sin tiempo para reaccionar, Hyppolyte corrió hacia ninguna parte chocando con sus paisanos, pisando cuerpos que en el suelo se retorcían malheridos, huyendo de aquellos hombres acorazados y santos, cuyas almas eran tan rojas, como las cruces que a la altura del pecho adornaban sus mantos blancos. Entonces divisó su hogar, con las hermosas y coloridas flores de Khalia embelleciendo las ventanas. Khalia. Aceleró la carrera preguntándose dónde se hallaría su amada esposa, si habría tenido tiempo de ocultarse o si, por el contrario, habría salido en su busca, atemorizada por su suerte.

     Haciendo verdaderos esfuerzos por esquivar a los soldados de ´Roma, el hombre llegó por fin hasta los escalones de su porche, los ascendió y entró en la vivienda. Vacía. Nadie. Ni rastro de Khalia, ni del mercader extranjero.

     - ¡Khalia!- gimió asustado, lagrimeando, embargado por una soledad tan hondamente sentida, que lo hizo acurrucarse en un rincón de la habitación, como si de un niño de teta se tratase.

     De repente, el exterior se llenó de galopes, de voces como rugidos. Hyppolyte se arrodilló, gateó hasta la pared y, escondido tras las macetas de cerámica, se asomó a una de las ventanas de la planta baja. 

    -¡No! ¡No!- gritó lleno de pánico, cayendo al suelo de nalgas y reptando hacia atrás hasta chocar su espalda contra las patas de una silla-. No puedo morir sin recibir el consolamentum- y cubrió la cara entre sus manos temblorosas, ocultándose del soldado de rostro barbudo salpicado de sangre, que lo miraba fijamente y sonriendo desde el otro lado de la ventana, sujeta en su peluda mano una antorcha prendida.

      

 

    

 

 

    La jaqueca de Yannick, aquel golpeteo regular, abrumador y eterno, aumentaba con cada lento paso que daba camino a la herrería. Su mente, esa a la que había tratado de enseñar a no pensar, a no recordar, trabajaba ahora a destajo, mostrándole un millar de imágenes que no alcanzaba a comprender y que, no obstante, habían sucedido. Los niños. Los pobres niños. Colocados uno encima de otro como fardos, sus caritas y cuerpos, normalmente famélicos, hinchados por la putrefacción. Su madre, preñada de nueve meses, abierta en canal y ensangrentada, abrazada a una preciosa niña nonata a la que todavía permanecía unida por el cordón umbilical. El padre, su buen amigo, atado a una silla, marcadas sus muñecas por profundas heridas causadas al intentar zafarse de las ligaduras, mientras miraba, impotente, al depravado que acababa con su familia. Y Juliette. La enfurruñada Juliette con la que ayer mismo había hablado cuando los demás eran ya cadáveres, a la que aquel malnacido  había golpeado, forzado y tirado después al suelo como un desperdicio, queriendo despojarla así del  valor, del orgullo y del honor  que tuviera en vida.  

     -¡Bastardo!- se detuvo en el lateral del camino, se arqueó hacia delante, apoyó las manos sobre los muslos y vomitó, siendo bilis lo único que saliera por su boca. Escupió unos amargos espumarajos, limpió sus labios con el dorso de la mano y continuó la marcha hasta llegar a su morada, donde se dirigió al dormitorio, se quitó el calzado y se metió en el lecho sin desprenderse de los ropajes, ni del triste recuerdo de catorce muertes sin sentido.

 

 

 

 

     -Khalia, no puedo respirar- dijo Bastien agarrándose a una roca, encorvado y sin poder parar de toser-. Me ahogo.

     -Aguanta la respiración- la joven rasgó la parte inferior de su falda, e hizo de ella tres jirones, dos de los cuales empapara en agua de la tinaja-. ¡Toma! ¡Tápate nariz y boca!- dijo entregándole el pedazo de tela mojada y cubriéndose ella misma con la otra.

    -Si no salimos de aquí, moriremos asfixiados- jadeó con voz gutural el mercader a Khalia, que en cuclillas, manipulaba casi a ciegas el contenido de su hatillo, mientras el blanco y espeso humo los envolvía rápidamente.

     -Aguarda aquí- sin esperar respuesta, la muchacha salió corriendo de la gruta, bien cubiertos sus orificios respiratorios por el trapo, entrecerrados los ojos para que las cenizas y brasas que danzaban a su alrededor no los cegasen. Fuego. Miró en torno a ella, parpadeando ante la luz de las llamaradas. Foix ardía. Su casa. Su maravillosa casa, las de los vecinos, todas ennegrecidas y reduciéndose  a escombros ante su perpleja mirada. Qué más daba, era su sino. Otro hogar arrasado, otra nueva vida truncada. La lucha por la supervivencia continuaba. Resignada dio media vuelta, cogió un  grueso palo del suelo, lo envolvió con el jirón de falda previamente engrasado con el sebo que llevaba en el hatillo y lo prendió juntándolo a las llamas que surgían de su hogar, de lo que aún quedaba de su fachada. La improvisada antorcha ardió de inmediato y la belleza africana corrió hacia la estrecha abertura de la gruta, antes de que la pared de atrás de su vivienda se desplomara y la tapara.

     -¡Estamos atrapados!- Bastien corrió al lugar donde las piedras habían caído-. ¡Vamos a morir! ¡No hay salida!

     -¡Por aquí!- exclamó ella lanzándose a correr por las galerías serpenteantes que se extendían bajo la colina sobre la que se asentaba el castillo y él, sin dudarlo un solo instante, la siguió cargado con todas sus pertenencias.

     -¿Dónde estamos?- preguntó Bastien cuando llegaron a un espacio más abierto, como un hermoso salón del trono decorado con grandiosas estalactitas y estalagmitas amarillentas que brillaban bajo la luz de la antorcha-. ¿Qué es eso?- ambos se acercaron a una de las paredes.

    -Parecen los dibujos de un niño- dijo ella tocando la fría y resbaladiza piedra a la altura de aquellos infantiles trazos rojos, que simulaban la caza de un enorme bisonte por unos hombrecillos armados con lanzas.

lunes, 9 de diciembre de 2013


-48-

 

 

     Philippe de Lévisoine irrumpió en los aposentos de su vástago y cerró la puerta de golpe.

     -Joven Dashiell- colocó una mano en su hombro, cuando el custodio se disponía a abandonar la estancia para dejarlos hablar a solas-, no es necesario que os marchéis. Sé cuánto le gusta  vuestra  compañía a mi hijo- inclinó la cabeza y contempló con detenimiento sus nalgas redondeadas y firmes, cubiertas por las calzas.

     -¡Padre!- dijo Antoine con las mejillas enrojecidas, avergonzado ante la sola idea de que su mano derecha se percatara de la verdad que ocultaban las  insinuaciones de su progenitor.

     -No seas mojigato- el monarca se acercó a su heredero y le propinó un par de palmadas en el lateral del cuello-. Ahora que has conseguido el trono de Mauban, a nadie le importa dónde metas la polla.

     -Pero, ¡padre! ¡Os confundís!

     -¡Bah! Tonterías- hizo un aspaviento con la mano, quitando importancia al comentario, y se sentó en un sillón-. Por cierto. No sé qué mosca le habrá picado a tu madre- se rascó la entrepierna-. Desea partir de inmediato a nuestro reino, sin que los festejos hayan aún finalizado.

     -Puedo imaginar el motivo- el nuevo rey de Mauban se sentó frente a él-. Ayer noche, en plena disputa con Madeleine, madre se interpuso entre nosotros y le propiné tal bofetada, que sus costillas dieron con el suelo- dijo altivo ante la enorgullecida mirada de su padre, que aplaudió lentamente en tres ocasiones, con una sonrisa de oreja a oreja.

     -Por fin has comprendido cómo debe tratarse a las mujeres- haciendo un esfuerzo descomunal, el corpulento monarca se levantó del asiento, se aproximó a Antoine y apoyó las manos sobre sus hombros, cargando en ellos todo su peso-. Ellas son escoria, hijo mío, inmundicias que solo sirven para darnos descendencia y placer cuando nosotros lo exigimos y que, cuando ya no sirven, dejamos a un lado para  buscarnos a otra más joven, más hermosa, de tetas más grandes o  cuyo coño pueda albergar un cirio tan gigantesco, que encendido alumbre todo el salón del trono.

     -Alteza, ¿cómo podéis decir tantas palabras desafortunadas en una misma frase?- Interrumpió Dashiell con los puños apretados, horrorizado por aquellos irrespetuosos y zafios comentarios.

     -¡Ah!, lo lamento, es cierto- se disculpó con torcida sonrisa el rey de Lévisoine-. En el caso de hombres de gustos desviados como vosotros dos, descendencia sería lo único que esas perras podrían ofrecer- y diciendo esto, del mismo modo que había llegado, se fue.

     -Antoine, ¿qué os ocurre? ¿En qué os estáis convirtiendo? ¿Acaso ahora admiráis las malas formas y los maltratos de vuestro padre?

     -¿Habéis visto sus ojos, su orgullo en la mirada?-dijo el rey, aquel muchacho, arrebujado en el sillón.

     Dashiell lo había visto, sí, del mismo modo que contemplaba ahora su vidriosa y perdida mirada, su extraña y temblorosa sonrisa, como la de un niño que, por primera vez, descubre que es amado por su padre.

     -¿Orgullo, porque hayáis pegado a vuestra propia madre, a mi reina?- Dashiell se detuvo junto al sillón, sin quitar la vista de los ojos asustadizos de su monarca y amigo-. Eso no es algo que debiera proporcionar orgullo, sino lástima, porque demuestra vuestra debilidad y cobardía, la misma de la que vuestro padre siempre ha hecho gala- negó con la cabeza, apesadumbrado-. No os reconozco- le dio la espalda y, en pocos pasos, cruzó la estancia y abrió con ímpetu la puerta, bajo cuyo umbral se detuvo.

    -¿Dónde vais soldado?- el rey se levantó de un salto con rostro compungido, temeroso de perder su tesoro más preciado-. Aún no  he dicho que podáis retiraros.

     Dashiell se giró y lo miró fijamente a los ojos, azul contra azul.  

     -Voy a ocuparme de mi reina, para que pueda partir lo antes posible hacia Lévisoine.

     -Pero no, no puedes dejarme solo, yo…, yo no he dicho que puedas marchar- tartamudeó Antoine.

     -¿Acaso  me lo vais a impedir? ¿Me pegaréis como a vuestra esposa y a vuestra madre? O mejor aún, ¿llamaréis a mis soldados para que me retengan mientras me sodomizáis?-dio un paso hacia él y el rey retrocedió asustado-. Dudo que tuvierais el valor necesario para emprender cualquiera de esas acciones, con ayuda o sin ella- el caballero se giró en  redondo y salió al corredor sin mirar atrás, sin volverse para observar el rostro encendido de su señor, inmóvil en medio de sus aposentos, temblando de pies a cabeza por la rabia, odiándolo con todo su ser y amándolo sin poder evitarlo.

domingo, 1 de diciembre de 2013


-47-

 

 

     -¿Los cruzados?- Bastien se acercó a Khalia, que continuaba amontonando alimentos.

     -Sí, los mismos- la mujer alzó las cuatro puntas del pañuelo, las anudó y levantó la mirada para fijarla en la de Bastien-. Uno de nuestros soldados ha muerto en mis brazos- le mostró las manos y las mangas ensangrentadas- y, entre los estertores de la muerte,  tiempo ha tenido de narrarme cómo, mientras él y los suyos realizaban maniobras en un terreno quebrado, los enviados del Papa les  tendieron una emboscada. Y ahora se dirigen aquí, dispuestos a acabar con los cátaros.

     -Ni tú ni yo somos cátaros, ¿por qué huir?

     Khalia rio a carcajadas y después acarició el mentón barbudo del mercader.

     -Ellos no van a preguntar. Matarán a cualquiera que se cruce en su camino, en nombre de su Dios.

     -Pero, debemos avisar a los otros.

     -Ya es tarde- ella cogió un cántaro de agua bajo un brazo y lanzó el hatillo contra el pecho de Bastien-. O ellos, o nosotros- y salió corriendo de la morada sin mirar atrás.

     El maubanés la siguió sin dudarlo y vio que rodeaba la vivienda. De pronto, recordó el dinero que guardaba en su dormitorio, la fortuna que el obispo Godet le hubiera entregado y, sin desprenderse del hatillo, se giró en redondo, volvió a entrar en la casa, corrió escaleras arriba y entró en sus aposentos. Abrió el primer cajón de la apolillada cómoda y, al fondo, encontró la bolsa en la que se hallaba su pequeño  tesoro. La tomó y cuando se disponía a salir del cuarto, se acercó al lecho y, de debajo de la almohada, cogió el fragmento de libro que hasta aquel tramo del viaje lo hubiera conducido. Entonces bajó los escalones de tres en tres, trastabilló en el último de ellos y cayó al suelo estrepitosamente, pero el escándalo proveniente de las puertas de la muralla, los gritos, los relinchos, los choques de hierros, lo hicieron alzarse de inmediato y correr hasta la parte trasera de la posada, como si la vida le fuera en ello. Sin embargo, allí detrás no había ni rastro de Khalia, solo roca y más roca.

     -Khalia, mi vida- susurró sin atreverse a elevar la voz-. Khalia.

     Se quedó plantado allí mismo, con el hatillo, el libro y su fortuna colgando de sus manos, sin saber qué hacer, cuando de una hendidura camuflada en la colina de roca que sostenía el pequeño castillo de Foix,  apareció el moreno rostro de su amante.

         

 

      Los hombres del alguacil trabajaban afanosamente, rodeados por un corro de gentes de Passan que observaban su tarea en solemne silencio. A un lado de la puerta de la vivienda, Yannick los contemplaba sin estorbar, con los ojos llorosos, viendo cómo entraban de manos vacías y salían con uno de los cuerpos, cómo volvían  a entrar y a salir con otro más, a entrar y a salir, y así, una y otra vez, una y otra, hasta cargar por completo el carro de bueyes que  llevaría  los cadáveres hasta Mauban, donde se les realizaría  un examen exhaustivo con el fin de averiguar más sobre sus violentas muertes y acerca del autor de las mismas.

      El carruaje se puso en marcha y ninguna campana resonó para ahuyentar los demonios de aquella casa. Y sin embargo, no hacía falta, puesto que aquel que la hubiera morado, lejos se hallaba.

 

 

 

   La sombra renqueante del obispo Godet se movía con lentitud por el espeso bosque que se extendía desde la villa de Passan a la montaña Negra. Tosió. Llevaba andando toda la jornada y la humedad de aquella profunda arboleda, a la que la noche había llegado prematuramente y sin previo aviso, había atenazado su garganta como una zarpa de oso a su presa. Volvió a toser y echó un esputo verdoso sobre la hojarasca amarillenta. Entonces, tratando de recuperar el resuello, el viejo se apoyó en la corteza resinosa de un grueso árbol y se dejó caer sobre sus raíces, que salían a la superficie en forma de asiento. Allí recostado, sus ojos se fueron cerrando y quedó  profundamente dormido, hasta que un ruido a su lado lo despertara de manera repentina, encontrando de pie ante él dos figuras, dos hombres, sendos bandidos de barbas crecidas, rostros malvados y ropas raídas. Intentó levantarse de golpe, pero algo se lo impidió. Bajó la mirada hacia su pecho; una  soga rugosa unía su tronco al del árbol.