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Philippe de
Lévisoine irrumpió en los aposentos de su vástago y cerró la puerta de golpe.
-Joven Dashiell-
colocó una mano en su hombro, cuando el custodio se disponía a abandonar la
estancia para dejarlos hablar a solas-, no es necesario que os marchéis. Sé cuánto
le gusta vuestra compañía a mi hijo- inclinó la cabeza y
contempló con detenimiento sus nalgas redondeadas y firmes, cubiertas por las
calzas.
-¡Padre!- dijo
Antoine con las mejillas enrojecidas, avergonzado ante la sola idea de que su
mano derecha se percatara de la verdad que ocultaban las insinuaciones de su progenitor.
-No seas mojigato-
el monarca se acercó a su heredero y le propinó un par de palmadas en el
lateral del cuello-. Ahora que has conseguido el trono de Mauban, a nadie le
importa dónde metas la polla.
-Pero, ¡padre! ¡Os
confundís!
-¡Bah! Tonterías-
hizo un aspaviento con la mano, quitando importancia al comentario, y se sentó
en un sillón-. Por cierto. No sé qué mosca le habrá picado a tu madre- se rascó
la entrepierna-. Desea partir de inmediato a nuestro reino, sin que los
festejos hayan aún finalizado.
-Puedo imaginar el motivo- el nuevo rey de
Mauban se sentó frente a él-. Ayer noche, en plena disputa con Madeleine, madre
se interpuso entre nosotros y le propiné tal bofetada, que sus costillas dieron
con el suelo- dijo altivo ante la enorgullecida mirada de su padre, que aplaudió
lentamente en tres ocasiones, con una sonrisa de oreja a oreja.
-Por fin has
comprendido cómo debe tratarse a las mujeres- haciendo un esfuerzo descomunal,
el corpulento monarca se levantó del asiento, se aproximó a Antoine y apoyó las
manos sobre sus hombros, cargando en ellos todo su peso-. Ellas son escoria, hijo
mío, inmundicias que solo sirven para darnos descendencia y placer cuando
nosotros lo exigimos y que, cuando ya no sirven, dejamos a un lado para buscarnos a otra más joven, más hermosa, de
tetas más grandes o cuyo coño pueda
albergar un cirio tan gigantesco, que encendido alumbre todo el salón del
trono.
-Alteza, ¿cómo
podéis decir tantas palabras desafortunadas en una misma frase?- Interrumpió
Dashiell con los puños apretados, horrorizado por aquellos irrespetuosos y
zafios comentarios.
-¡Ah!, lo lamento,
es cierto- se disculpó con torcida sonrisa el rey de Lévisoine-. En el caso de
hombres de gustos desviados como vosotros dos, descendencia sería lo único que
esas perras podrían ofrecer- y diciendo esto, del mismo modo que había llegado,
se fue.
-Antoine, ¿qué os ocurre? ¿En qué os estáis
convirtiendo? ¿Acaso ahora admiráis las malas formas y los maltratos de vuestro
padre?
-¿Habéis visto sus
ojos, su orgullo en la mirada?-dijo el rey, aquel muchacho, arrebujado en el
sillón.
Dashiell lo había
visto, sí, del mismo modo que contemplaba ahora su vidriosa y perdida mirada,
su extraña y temblorosa sonrisa, como la de un niño que, por primera vez,
descubre que es amado por su padre.
-¿Orgullo, porque
hayáis pegado a vuestra propia madre, a mi reina?- Dashiell se detuvo junto al
sillón, sin quitar la vista de los ojos asustadizos de su monarca y amigo-. Eso
no es algo que debiera proporcionar orgullo, sino lástima, porque demuestra
vuestra debilidad y cobardía, la misma de la que vuestro padre siempre ha hecho
gala- negó con la cabeza, apesadumbrado-. No os reconozco- le dio la espalda y,
en pocos pasos, cruzó la estancia y abrió con ímpetu la puerta, bajo cuyo
umbral se detuvo.
-¿Dónde vais
soldado?- el rey se levantó de un salto con rostro compungido, temeroso de
perder su tesoro más preciado-. Aún no he dicho que podáis retiraros.
Dashiell se giró y
lo miró fijamente a los ojos, azul contra azul.
-Voy a ocuparme de
mi reina, para que pueda partir lo antes posible hacia Lévisoine.
-Pero no, no
puedes dejarme solo, yo…, yo no he dicho que puedas marchar- tartamudeó Antoine.
-¿Acaso me lo vais a impedir? ¿Me pegaréis como a vuestra
esposa y a vuestra madre? O mejor aún, ¿llamaréis a mis soldados para que me
retengan mientras me sodomizáis?-dio un paso hacia él y el rey retrocedió
asustado-. Dudo que tuvierais el valor necesario para emprender cualquiera de
esas acciones, con ayuda o sin ella- el caballero se giró en redondo y salió al corredor sin mirar atrás,
sin volverse para observar el rostro encendido de su señor, inmóvil en medio de
sus aposentos, temblando de pies a cabeza por la rabia, odiándolo con todo su
ser y amándolo sin poder evitarlo.
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