lunes, 9 de diciembre de 2013


-48-

 

 

     Philippe de Lévisoine irrumpió en los aposentos de su vástago y cerró la puerta de golpe.

     -Joven Dashiell- colocó una mano en su hombro, cuando el custodio se disponía a abandonar la estancia para dejarlos hablar a solas-, no es necesario que os marchéis. Sé cuánto le gusta  vuestra  compañía a mi hijo- inclinó la cabeza y contempló con detenimiento sus nalgas redondeadas y firmes, cubiertas por las calzas.

     -¡Padre!- dijo Antoine con las mejillas enrojecidas, avergonzado ante la sola idea de que su mano derecha se percatara de la verdad que ocultaban las  insinuaciones de su progenitor.

     -No seas mojigato- el monarca se acercó a su heredero y le propinó un par de palmadas en el lateral del cuello-. Ahora que has conseguido el trono de Mauban, a nadie le importa dónde metas la polla.

     -Pero, ¡padre! ¡Os confundís!

     -¡Bah! Tonterías- hizo un aspaviento con la mano, quitando importancia al comentario, y se sentó en un sillón-. Por cierto. No sé qué mosca le habrá picado a tu madre- se rascó la entrepierna-. Desea partir de inmediato a nuestro reino, sin que los festejos hayan aún finalizado.

     -Puedo imaginar el motivo- el nuevo rey de Mauban se sentó frente a él-. Ayer noche, en plena disputa con Madeleine, madre se interpuso entre nosotros y le propiné tal bofetada, que sus costillas dieron con el suelo- dijo altivo ante la enorgullecida mirada de su padre, que aplaudió lentamente en tres ocasiones, con una sonrisa de oreja a oreja.

     -Por fin has comprendido cómo debe tratarse a las mujeres- haciendo un esfuerzo descomunal, el corpulento monarca se levantó del asiento, se aproximó a Antoine y apoyó las manos sobre sus hombros, cargando en ellos todo su peso-. Ellas son escoria, hijo mío, inmundicias que solo sirven para darnos descendencia y placer cuando nosotros lo exigimos y que, cuando ya no sirven, dejamos a un lado para  buscarnos a otra más joven, más hermosa, de tetas más grandes o  cuyo coño pueda albergar un cirio tan gigantesco, que encendido alumbre todo el salón del trono.

     -Alteza, ¿cómo podéis decir tantas palabras desafortunadas en una misma frase?- Interrumpió Dashiell con los puños apretados, horrorizado por aquellos irrespetuosos y zafios comentarios.

     -¡Ah!, lo lamento, es cierto- se disculpó con torcida sonrisa el rey de Lévisoine-. En el caso de hombres de gustos desviados como vosotros dos, descendencia sería lo único que esas perras podrían ofrecer- y diciendo esto, del mismo modo que había llegado, se fue.

     -Antoine, ¿qué os ocurre? ¿En qué os estáis convirtiendo? ¿Acaso ahora admiráis las malas formas y los maltratos de vuestro padre?

     -¿Habéis visto sus ojos, su orgullo en la mirada?-dijo el rey, aquel muchacho, arrebujado en el sillón.

     Dashiell lo había visto, sí, del mismo modo que contemplaba ahora su vidriosa y perdida mirada, su extraña y temblorosa sonrisa, como la de un niño que, por primera vez, descubre que es amado por su padre.

     -¿Orgullo, porque hayáis pegado a vuestra propia madre, a mi reina?- Dashiell se detuvo junto al sillón, sin quitar la vista de los ojos asustadizos de su monarca y amigo-. Eso no es algo que debiera proporcionar orgullo, sino lástima, porque demuestra vuestra debilidad y cobardía, la misma de la que vuestro padre siempre ha hecho gala- negó con la cabeza, apesadumbrado-. No os reconozco- le dio la espalda y, en pocos pasos, cruzó la estancia y abrió con ímpetu la puerta, bajo cuyo umbral se detuvo.

    -¿Dónde vais soldado?- el rey se levantó de un salto con rostro compungido, temeroso de perder su tesoro más preciado-. Aún no  he dicho que podáis retiraros.

     Dashiell se giró y lo miró fijamente a los ojos, azul contra azul.  

     -Voy a ocuparme de mi reina, para que pueda partir lo antes posible hacia Lévisoine.

     -Pero no, no puedes dejarme solo, yo…, yo no he dicho que puedas marchar- tartamudeó Antoine.

     -¿Acaso  me lo vais a impedir? ¿Me pegaréis como a vuestra esposa y a vuestra madre? O mejor aún, ¿llamaréis a mis soldados para que me retengan mientras me sodomizáis?-dio un paso hacia él y el rey retrocedió asustado-. Dudo que tuvierais el valor necesario para emprender cualquiera de esas acciones, con ayuda o sin ella- el caballero se giró en  redondo y salió al corredor sin mirar atrás, sin volverse para observar el rostro encendido de su señor, inmóvil en medio de sus aposentos, temblando de pies a cabeza por la rabia, odiándolo con todo su ser y amándolo sin poder evitarlo.

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