domingo, 26 de enero de 2014


-52-

 

 

       Despuntaba el alba. Dashiell despertó sintiendo a su lado el cálido cuerpo de Annette, su aliento pausado en la nuca, sus redondos pechos pegados a la espalda. Estiró el brazo hacia atrás buscando la mano de ella, esbelta, suave, y la llevó hasta su torso, donde, entrelazando los dedos de ambos, la apretó con fuerza contra su ombligo. Entonces se acarició el miembro que, erguido, lo saludaba como cada mañana. Se lo tocó despacio en un principio, inquieto por no saber la reacción de la doncella si despertara hallándolo en situación tan embarazosa. Mas escuchó y continuaba dormida, notando el caballero la proximidad del calor de su sexo sobre la piel. Y empezaron a ser más rápidas las caricias, más dura su polla. Bajó la mano de la muchacha hasta el inicio de su ensortijado y rubio vello púbico estrangulando con ella su falo. Un súbito jadeo y una estela de semen manchó la alfombra.

     Tocaron a la puerta. Hora de comenzar la jornada. Se volvió para besar los labios de Annette, y, levantándose sin ganas, echó sobre ella una manta para que no se enfriara en aquella gélida estancia.

     -Los reyes están preparados- le anunció uno de sus soldados cuando saliera al corredor.

     -¿Todo listo para su partida?

     -Sí, mi señor.

     -Entonces, escoltadlos hasta el patio de armas.

 

 

 

 

     La doncella de la reina despertó en soledad en los aposentos de Dashiell. Se preguntó haría cuanto habría partido el joven y se encogió bajo la manta de piel de oso que la cubría y que no recordaba de la noche pasada. Armándose de valor se levantó y se enredó en la piel, sintiendo, en cada trozo de su carne que quedaba a la intemperie, la fría humedad del dormitorio. Se aproximó al hogar y, como tantas veces lo hacía en las dependencias de su reina, encendió un fuego que pronto caldearía la estancia. Entonces se percató. Una mancha blancuzca decoraba la alfombra. Sonrió. Debía ser costoso saciar una verga de aquel tamaño. Mordió su labio inferior. Espiró sonoramente. Su clítoris endurecido por el deseo. Se dirigió al lecho, echó hacia atrás el cobertor, la manta y la sábana y se puso de rodillas, rozando su sexo contra la bajera, hasta que con el nombre del caballero en los labios, se corrió.

 

 

 

 

      Dashiell ayudó a que su señora, la reina de Lévisoine, montara sobre su hermoso corcel blanco.

     -Cuidadlo caballero.

     -Lo haré.

     -No permitáis que acabe siendo como su padre.

     - Promesa os doy de ello, mi reina.

     -Confío en vos, mi leal Dashiell- dijo apoyando su mano sobre el hombro del soldado-. Sois un buen hombre- y dicho esto, partió al galope con su esposo y todo su séquito tras ella, en tanto el custodio se preguntaba, si aquella promesa podría mantenerla por mucho tiempo.

     Volvió a sus aposentos. Annette ya no estaba y sintió un enorme vacío en el pecho al no encontrarla allí, tumbada a los pies del hogar, esperando por él. Su cama, revuelta, albergaba una escueta nota escrita con un tizón:

 

Deseo que mi aroma,

 ayude a saciar a la bestia.

 

     Dashiell se lanzó sobre las sábanas, olisqueando como un perro hambriento en busca de comida, y halló, vivo aún,  el perfecto olor del sexo de Annette.

domingo, 19 de enero de 2014


-51-

 

     Con gemidos prolongados y sentada a horcajadas, Annette arqueó su espalda hasta apoyarla sobre las piernas de Dashiell, en tanto que este la ceñía de la cintura para que su verga no saliera de la cálida caverna, hasta no haber vertido en ella hasta la última gota de su esencia.

     -¡Sí!- un par de enérgicas sacudidas y su polla rezumó aquella virilidad guardada desde la muerte de Marie. Alzó a la doncella y, sin salir de ella, la tumbó sobre su pecho-. Sois increíble-  susurró a su oído, acariciados sus labios por sus claros y largos cabellos.

     -Lo sé- susurró Annette a su vez, levantando la cabeza para mirarlo sonriente-. Pero me encanta que vos lo digáis- se acurrucó en aquel grande y cálido cuerpo, exhausta  tras la cabalgada, y acabaron durmiendo abrazados sobre la mullida alfombra que yacía ante la chimenea de la estancia del caballero.

 

 

 

 

    Bastien despertó con el ulular de un búho. Miró fuera de la gruta, restregándose los ojos adormecidos y con restos de cenizas. Noche cerrada en Foix.  Llamó a Khalia.

     -Ya es la hora- le dijo y ella se desperezó y lo besó con sus gruesos labios, haciendo acopio de su habitual energía.

     Se pusieron en pie y se asomaron al agujero rocoso, desde el cual, a causa de las penumbras, no se adivinaba la distancia que los separaba del suelo.

     -Sígueme- se agarró la muchacha a uno de los salientes de la pared de piedra y comenzó el descenso con la habilidad de un felino. Él no lo dudó y fue tras su amante, e intentando no resbalar en las piedras pulidas por el desgaste del río al transformarse en salto de agua, bajaron lentamente por la abrupta ladera, aprovechando, para asirse y no caer,  grietas, raíces, malas hierbas y pequeños agujeros que quedaban al desprenderse, aquí y allá, pedazos de roca.

     Llegaron abajo internándose en el espeso bosque que rodeaba la villa más importante del condado y, ya entre los árboles, al amparo de su protección, se detuvieron ambos para contemplar el gallardo y enhiesto castillo de silenciosas torres, arropado por gruesas murallas e iluminado por las fantasmales llamas de la ciudad caída. Caída, arrasada, incendiada, abatida.

      Afortunadamente para los condes, nobles y todas aquellas personalidades inspiradoras de la resistencia occitana a los que  los cristianos de la iglesia católica perseguían, la fortaleza no había sido sitiada; y allí, arriba en la colina, observadora de primera, había resistido el ataque de los enviados de Dios, mientras la plebe moría, sin importar su religión ni creencias, quedando sus cuerpos  amontonando en macabras pilas.

 

 

 

 

 


     Yannick abandonó Passan sin volver la vista atrás, hecha la firme promesa de no regresar jamás a aquellas codiciosas tierras, las cuales se habían adueñado de más de lo que él nunca podría haber ofrecido.

miércoles, 8 de enero de 2014



-50-

  

 




      -No sois demasiado habladores, ¿verdad?- graznó el obispo Godet a los hombres que lo hubieran atado al árbol, tratando de zafarse de las ligaduras-. ¡Maldita sea! ¡¿Vais a quedaros ahí plantados viendo como muero de frío?!

      -No sería mala idea- apuntó uno de los bandidos, estirándose y sentándose sobre una gran piedra frente a él-. No se me ocurre nada mejor que hacer en este bosque para matar el tiempo.

     -¡Soltadme, os lo advierto!

     -¿Nos lo advertís, anciano?- los dos raptores se miraron divertidos y echaron a reír a carcajadas-. ¿Y puede decirnos mi señor- dijo el que se hubiera sentado, haciendo una burda imitación de una reverencia-, cuán importante sois para que nos decidamos a dejaros en libertad?

     -¡Grandísimos analfabetos!- escupió el prelado furibundo-. ¡Soy el obispo Godet! ¡El obispo de Mauban!

     Aquellas palabras parecieron hacer mella en los hombres, que se alejaron un poco del cautivo y  unieron las cabezas para hablar en voz baja.

     -¿Qué puedes ofrecernos?- dijo instantes después, aproximándose al árbol, quien hasta entonces hubiera hablado.

     -Dejaros con vida.

     -Está bien, viejo- dijo el hombre sacando un puñal de su bota y blandiéndolo ante su rostro-, hablemos en serio- se acuclilló ante él-. Sabemos que no eres sino un cura fugitivo acusado de violar y matar a una joven del reino- deslizó la punta del arma sobre la piel mortecina del preso-. Dinos si hay algo de valor que puedas ofrecernos para dejarte libre, y si no, no nos hagas perder tiempo y acabemos con esto de una vez por todas.

     Godet tragó saliva al sentir la fría hoja del puñal acariciando su cuello, mas no se amedrentó.

     -Soltadme y os ofreceré Mauban.

 

    

     -

 

 

     Las profundidades de la colina de Foix seguían llenándose de humo, haciéndose el aire  irrespirable. Khalia y Bastien dejaron de admirar aquellas pinturas que adornaban gran parte de la sala de alta bóveda, volvieron a empapar en la tinaja los jirones de la falda para taparse nariz y boca y, reptando, tomaron una estrecha galería que ascendía hasta un sifón. Descendieron del mismo y, en otra sala, no tan grande como la primera, dieron con un riachuelo de aguas heladas, cuya corriente siguieron hasta llegar a una abertura por la que el arroyo, en una pequeña  cascada se transformaba.

     -Huiremos cuando anochezca- dijo la muchacha sentándose en un lugar seco.

     Bastien se situó junto a ella, la rodeó con su brazo y la apoyó sobre su pecho para que descansara hasta el momento de partir.

 

 

 

 

     -¡Dashiell!- Annette lo alcanzó por el corredor a pesar de las largas zancadas del caballero-. ¿Dónde vais así de taciturno?

     -A mi dormitorio- bramó él secamente.

     -¡Menudos humos!- ella se hizo la ofendida.

     -Perdonad, doncella, pero no me encuentro de humor- el joven resopló.

     -Quizá os vendría bien hablar con alguien acerca de lo que os reconcome las entrañas- Annette miró hacia ambos lados del pasillo vacío-. Desgraciadamente, no parece haber nadie a quien le importéis demasiado por aquí… excepto yo- le sonrió dulcemente-. Y os anuncio que no se me da nada mal escuchar los problemas ajenos.

     -Está bien- el soldado levantó las manos como dándose por vencido y estiró su brazo por detrás de aquella delicada espalda hasta agarrarle el hombro-. Haré el esfuerzo de hablar con vos, ya que nadie más hay dispuesto a escuchar mis desvaríos.

     -¿Y a qué lugar me lleváis para nuestra profunda conversación?  

     -A mis aposentos- Dashiell la miró divertido, pues ella lo miraba ceñuda-. No es lo que pensáis, claro que… podéis pensarlo, porque quizá, solo quizá, podría suceder algo si vos… Bueno, dejémoslo en;  no penséis en que os llevo para nada sucio. Me conformo con cenar mientras hablamos sentados ante el hogar.