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De nuevo la noche los envolvía. Bastien
arrastraba los pies sobre la hojarasca, hambriento, muerto de frío, dolorido el
rostro por el gélido aire proveniente de los Pirineos, en los que las primeras
nevadas habían pintado de blanco sus cimas.
-No puedo más- cayó de rodillas sobre la
húmeda tierra, quedando a la vista, a través de las desgastadas suelas de sus
botas, las plantas arañadas y sucias de sus pies-. Necesito descansar.
-Aquí moriremos de frío- Khalia miró a su
alrededor-. Vamos a andar un poco más. Solo un poco, te lo prometo- con la mano
a modo de cucharón, cogió algo de agua de la vasija medio vacía y se la puso en
los labios al mercader-. Bebe y continuaremos hasta que la noche caiga por
completo. Seguro que encontramos un lugar donde cobijarnos hasta el amanecer.
El hombre hundió las manos en el barro y
se incorporó tambaleante, arrugando el rostro al apoyar las plantas heridas
sobre los palitroques que descansaban entre las hojas del suelo. Y prosiguieron
el camino, lento, fatigante, por sendas
escarpadas y resbaladizas llenas de peligros.
-¡Allí!- señaló la muchacha hacia una
colina cercana-. ¡Una casa!- y agarró la mano de Bastien para tirar de él y
acelerar la marcha hacia la construcción, un edificio de pastoreo estival,
donde las paredes se encontraban descascarilladas, el techo semiderruido y los
suelos repletos de excrementos secos de oveja, pero en el cual, al menos, estarían resguardados-. Siéntate en aquella esquina, voy a por leña-
dijo Khalia en cuanto arribaron y desapareció por la puerta que hubieran
hallado abierta, volviendo en apenas unos instantes con una brazada de ramas
secas-. Ahora entraremos en calor- y encendió un fuego con la facilidad en que
un mago hace aparecer una moneda tras la oreja de quien se ofrece voluntario.
-Estoy congelado- el mercader tiritaba con
las manos casi metidas en el fuego.
Khalia se levantó de su lado y se desprendió
del ligero vestido, mostrándole al completo su negro y esbelto cuerpo. Se
acercó a él y agarró sus manos, que colocó sobre sus firmes pechos de pezones
erectos. Le besó. Mordisqueó sus labios. Buscó y halló su lengua, con la que
jugueteó. Entonces sacó su verga, fría como el resto del cuerpo, se agachó
sobre ella y la metió en su cálida boca, hasta que de nuevo tomó temperatura y
se irguió. Acarició mientras tanto su propio sexo, que no tardó en humedecerse.
Se sentó sobre el endurecido miembro de Bastien y éste la penetró.
Tras la cópula, Khalia se quedó despierta,
escuchando cómo los lobos rasgaban la noche con sus aullidos. Extendió la mano
hacia el zurrón de su amante, palpó en su interior y sacó aquel libro
incompleto que tantas veces había visto en sus manos y que llevaba por título Iter
pro peregrinis ad Compostellam. La esquina de una de las páginas centrales
estaba doblada, metió sus finos dedos entre los apergaminados folios y abriendo
el manuscrito, de delicadas y estudiadas trazas, leyó algunos párrafos en un
latín casi ininteligible para ella, que Bastien había subrayado y junto a los
cuales había escrito la palabra cuidado.
Viene luego, cerca de Port de Cize, el
territorio de los vascos, con la ciudad de Bayona en la costa, hacia el norte.
Es ésta una región de lengua bárbara, poblada de bosques, montañosa, falta de
pan y vino y de todo género de alimentos excepto el alivio que representan las manzanas, la sidra y la leche.
…
Las gentes de estas tierras son feroces,
como es feroz, montaraz y bárbara la misma tierra que habitan. Sus rostros son
feroces, así como la propia ferocidad de su bárbaro idioma, ponen terror en el
alma de quien los contempla.
…
Khalia guardó el libro y se tumbó junto a
Bastien, que roncaba plácidamente. Pegó su cuerpo desnudo a la espalda de él y
lo envolvió con sus brazos, sintiendo un escalofrío de emoción en el pecho,
porque ambos se dirigían a nuevas tierras donde la vida les regalaría otra
oportunidad para ser felices. Lo besó en la nuca y le susurró te amo.
-Bueno mujer- Antoine cerró con violencia la
puerta de sus aposentos y se giró hacia su esposa-. Comenzad a desnudaros.
Ansío recordar los inicios de nuestra hermosa historia de amor.
Madeleine permaneció inmóvil junto al
lecho, altiva, y el monarca se acercó precipitadamente a ella y la abofeteó.
-¡Os he dicho que os desnudéis!- gritó,
rociando el rostro de la reina con las pequeñas gotas de saliva surgidas de su
boca-. ¿Acaso sufrís de sordera?
Con la mejilla ardiendo, apretó los
dientes y empezó a desnudarse lentamente, sin poder dejar a un lado su latente
orgullo, dibujado en su semblante.
-Más rápido, mi señora, más rápido- dijo
Antoine con voz suave pero inquieta, agachando la cabeza y apretándola entre
sus manos-. No creo que os gustara verme perdiendo la paciencia de nuevo.
No obstante, Madeleine no se apresuró ni
un ápice. Continuó quitándose las prendas despacio, sin dejar de mirar al
monarca ni por un instante.
-¡Ya está bien!- la cogió del cuello con
una mano y presionó-. ¡Me tenéis harto con vuestra arrogancia, con ese anhelo
enfermizo por ser mejor y más valiente que un hombre, cuando no sois sino una
simple mujer!- la empujó hacia atrás y Madeleine cayó sobre la cama boca
arriba, sujetándose la garganta, tratando de recuperar la respiración. El rey
se lanzó sobre ella y arrancó las vestimentas que restaban sobre su cuerpo,
rasgándolas con furia. La volteó-. Y ahora sentiréis el poder de mi espada.
-¡No me amenacéis y haced de una vez lo
que tengáis que hacer!- gritó ella con la mejilla apoyada sobre la sábana,
sintiendo la fuerte respiración de su esposo sobre la nuca.
-¡Por supuesto que lo haré!- Antoine sacó
su miembro y se lo tocó impetuoso, deseoso de que se empinara para poder
poseerla.
-¿Queréis que llame a vuestro caballero?-
soltó Madeleine burlona-. Seguro que su sola presencia…
El rey la cogió por la larga cabellera y
tiró de ella hacia atrás.
-Ya os habéis reído harto de mí- susurró a su oído y la soltó
violentamente contra el lecho, presionando su cabeza contra el mismo para
sofocar cualquier sonido salido por su boca.
Madeleine se estremeció. El aire no le
llegaba a los pulmones y sus piernas se movían espasmódicamente a cada intento
por zafarse de la intensa compresión de Antoine, que excitado por la sumisión
de su esposa, sonreía, seguro de que aquella zorra malnacida nunca más lo
trataría como a un bufón. Así que rodeó
con la mano que le quedaba libre una de sus nalgas y la separó de la otra,
descubriendo aquel pequeño orificio que nadie parecía haber osado someter.
Apretó la punta de la verga contra el mismo y, aunque en un principio pareciera
impenetrable, tras varias embestidas,
los gritos y sollozos apagados de la reina de fondo, vio su bálano desaparecer
en él.
En la primera parte de este capítulo se habla de un libro incompleto, que no es otro que el Códice Calixtino, exactamente el capítulo quinto, que es una guía para el peregrino que desde Francia viajaba hasta Compostela por uno de los cinco caminos franceses. Es muy interesante, para los que estén interesados, leer los párrafos dedicados a los vascos y los navarros, en los que aparecen palabras en euskera no tan diferentes de las que decimos ahora.
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