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-Mi nombre es Dashiell, leal caballero de Antoine de Lévisoine- el muchacho besó la mano de Marie.
-El llamado Antoine “El favorito” entre los llanos- dijo ella sonriendo al extraño soldado que besaba la mano de una vulgar sirvienta.
-Espero fervientemente que lo sea también para la princesa por el bien de nuestro pueblo- el muchacho continuó devorando el estofado-. Sin la alianza de ambos reinos estaremos perdidos. Son nuestras tierras delicioso bocado para el cercano Sacrum Romanun Imperium y en estos momentos, resultaría imposible enfrentarnos en una guerra a su latente ejército, con las fuerzas del nuestro tan mermadas a causa de los últimos acontecimientos. Urgentes son pues las nupcias entre nuestros señores, si no queremos ver Levisoine convertido en marioneta de tan poderoso imperio, deseoso de expansión.
-Dios no permitirá que nada le ocurra a vuestro pueblo. ÉL es justo. Debéis confiar.
Dashiell sonrió incrédulo. Sabía que en aquel reino, Dios y la iglesia estaban presentes en todos los ámbitos. Él no lo comprendía. Dios no era más que el nombre que la iglesia daba a su engaño. ¿Un Dios justo? Entonces sus conciudadanos no estarían muriendo de hambre. No morirían niños, mujeres, ni hombres inocentes si hubiera un Dios bueno que cuidara de su rebaño, que lo guiara a la salvación. SALVACIÓN. Bonita palabra en los labios de aquellos astutos curas que la proclamaban entre gritos y aspavientos, pero posible solo para los ricos y poderosos que entregaban a la iglesia una notable y generosa donación que posibilitaba su ascensión a los reinos celestiales. Entonces ya no importaban el adulterio, el robo, ni el asesinato. Únicamente se trataba del sucio dinero. Todo giraba alrededor de la avaricia de aquellos que se hacían llamar puros. Pero no eran más que unos bufones vestidos con sotana que siempre repetían la misma retahila de falsas promesas. Se aprovechaban de las almas nobles, de las buenas gentes, para continuar con sus mentiras, desterrando a quienes según sus normas resultaban pecadores, mientras ellos, no eran castigados por ser relapsos. Miró a Marie con dulzura. También a ella la habían colmado de vacías esperanzas.
-¿En que pensáis, caballero?
- Solo en que tengáis razón y vuestro Dios tome parte por nosotros.
-¿Mi Dios? Os confundís de término, mi señor. Dios es de todos y entre todos se encuentra, observando nuestras acciones, ayudándonos con sus sabios consejos y guiándonos con sus señales. Cuando creemos que todo está perdido, que no hay salida alguna, ÉL permanece a nuestro lado para que no caigamos sumidos en las tinieblas de la desesperanza.
-¿Acaso vos habéis sido bendecida con su ayuda?
-Lo correcto sería preguntar si alguna vez me la ha negado- la muchacha bajó la mirada, perdida en sus más profundos pensamientos. Cogió el plato vacío del caballero y lo llevó a la pila-. Y sin dudarlo, os respondería que nunca lo ha hecho. Es el único que siempre ha permanecido junto a mí, incluso en los peores momentos - Marie se giró, clavando su húmeda mirada en los azules ojos del soldado- Mis padres murieron asesinados cuando contaba ocho años. Los encontré degollados sobre los campos de cultivo en los que estaban trabajando. Había tanta sangre… Corrí a casa a buscar a mis dos hermanos menores: Jean, de dos meses y Claude, de cinco años. Ambos muertos del mismo modo.
La sirvienta tapó su cara entre las manos y comenzó a sollozar desconsoladamente. Dashiell se acercó a ella y la abrazó, apoyándola en su fuerte pecho. Así se mantuvieron un tiempo hasta que Marie prosiguió hablando, con las lágrimas rodando por sus tostadas mejillas.
-Cuando fui testigo de aquel atroz descubrimiento salí huyendo despavorida hacia el camino de tierra que unía mi morada con el poblado. No había llegado muy lejos cuando tropecé con el obispo Godet, que como después me narrara, había sido guiado por nuestro Señor hasta aquellos lares en busca de una asustada niña. Se convirtió entonces en mi mentor y maestro, acogiéndome, sin dudarlo, en su casa, cuidando de mí, dándome la oportunidad de comenzar una nueva vida. Me ayudó también con la escritura y la lectura, haciéndome partícipe de todo su saber, incluidas las bíblicas enseñanzas, gracias a las cuales aprendí a expiar mis pecados.
Dashiell no daba crédito a lo que escuchaba. Expiar sus pecados. Una niña de ocho años que acababa de perder a toda su familia, ¿qué clase de pecados podía haber cometido? Marie era una de las personas más cultas que conocería jamás y, sin embargo, creía a pie juntillas lo que un charlatán le contaba. El obispo Godet. No haría más de tres días que había oído hablar de él por primera vez, mientras, acompañado por otros caballeros, mojaba el gaznate en la taberna con una puta sentada sobre sus rodillas. Según las lenguas hinchadas y sinceras de los clientes, aquel clérigo con fama de rufián y déspota, aprovechaba la creencia en Dios del soberano de Mauban para manejarlo a su antojo y conseguir en todo momento lo más conveniente para la iglesia y para sus propios fines, que no eran sino el poder y la riqueza. Si su señor se convertía finalmente en el nuevo monarca del reino, debería andar con pies de plomo y vigilar de cerca al prelado.
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