domingo, 26 de mayo de 2013





-25-

 

 

     Dashiell no se detuvo a ensillar su corcel. Montó sobre él asiéndose de sus crines y atravesó las calles de la fortaleza al galope, apartándose de su camino, para no ser arrolladas, las gentes reunidas todavía entre las murallas. En el exterior, donde el número de  congregados había ido menguando a lo largo del día, alzó y adelantó el cuerpo y, apretando las rodillas contra el animal, gritó azuzándolo para que corriera más y más. Desconocía las palabras pronunciadas por el pequeño Donatien, pero su nerviosismo y la preocupación en el rostro de Annette, le bastaban para saber que algo no marchaba bien para Marie, la dulce muchacha por la que su corazón se encogía y dejaba de latir, volviendo a la vida, como un cálido torbellino, al escucharla, al mirarla, al verla sonreír.

     Envuelto en la fría neblina del bosque llegó hasta las escalinatas del convento. Desmontó sin que su caballo hubiera detenido aún su marcha y corrió al interior del oscuro y silencioso edificio que parecía dormir. Emitió la puerta un tembloroso chirrido al empujarla y entró el caballero, espada en ristre, a aquella sobria dependencia, con estatuas pavorosas que lo espiaban desde los laterales. Caminó en línea recta por el estrecho pasillo que dejaban los bancos, y una vez sus ojos estuvieron acostumbrados a las tinieblas, vislumbró una sencilla puerta situada tras el altar. La traspasó y penetró en una pequeña habitación. Rodeó la mesa central y salió a un corredor ligeramente iluminado. Escuchó. Se oía un leve chapoteo. Anduvo despacio, en dirección al ruido. Se detuvo y volvió a escuchar. La luz allí era más intensa. Se asomó a la estancia de la que proviniera el acuoso sonido y contempló aturdido el cuerpo desnudo y arrugado del viejo obispo, que se afanaba en limpiar cada pliegue de su repugnante miembro, herido y cubierto de sangre.

     Dashiell entró veloz en aquella especie de cocina y golpeó con la empuñadura de su espada el rostro del prelado, sin que este tuviera tiempo de reaccionar. El vejestorio cayó pesadamente al suelo, arrastrando consigo la cubeta que hubiera estando utilizando para lavarse y derramándose sobre él el agua rosada de su interior.  

     -¿Qué le habéis hecho, malnacido?- gritó el soldado acuclillándose ante el cura y prendiéndolo del cuello- ¿Dónde se encuentra Marie?

     El obispo Godet trató de contestar, pero el custodió presionaba fuertemente su nuez. De su garganta no lograban salir más que ruidos guturales y roncos, convertidos después en toses rotas. Viendo que el joven no disminuía la presión, estiró el brazo para coger su báculo pastoral, tirado junto a él,  con la intención de defenderse.

     El soldado apretó con saña la garganta del obispo y se agachó para recoger el bastón del suelo. Advirtió que la empuñadura estaba manchada del rojo oscuro de las heridas profundas.

     -¿Esto es lo que habéis utilizado contra ella?- zarandeó el báculo ante el rostro de aquel, amoratado a causa de la asfixia. Entonces lo alzó del suelo, aflojando la opresión sobre su cuello, y ambos salieron al pasillo, donde Dashiell, gritando a pleno pulmón el nombre de la muchacha, fue abriendo todas las puertas de la morada hasta llegar a una que extrañamente permanecía cerrada con llave.

       -¿Marie?- preguntó en voz alta el caballero, pegando la oreja a la superficie de madera, con la esperanza de escuchar su voz- ¿Se encuentra aquí verdad?- dijo dirigiéndose al desnudo cristiano.

     -¡No, os lo juro por Nuestro Señor! ¡Ahí dentro no hay nadie, solo trastos en desuso!- lloriqueó el cura sin poder evitar mostrarse nervioso. Con una de sus manos, tapó disimuladamente el objeto que descansaba sobre su pecho.

     Dashiell apartó violentamente aquella garra y observó la llave que ocultaba.

     -¡Trastos valiosos deben ser los que guardáis!- enojado, cogió la llave y, sin soltarla del cordel del que pendía, la llevó hasta la cerradura arrastrando hacia adelante al obispo, con tal ímpetu, que el viejo chocó de bruces contra la puerta y quedó arrodillado en el suelo, escupiendo dientes y cuajarones de sangre que salían de su nariz y su boca.

     Al entrar en los aposentos, el soldado soltó la llave como si de repente las fuerzas lo hubieran abandonado, viendo, con el corazón encogido, la sangrienta escena que las velas de varios candelabros iluminaban. Dio unos pasos breves y temblorosos, internándose en el habitáculo, en la escena de una dramática carnicería, donde el  suelo de piedra brillaba de un rojo refulgente y la ropa de cama se hallaba empapada en sangre.

     -¿Qué le habéis hecho?- Dashiell se giró hacia el obispo Godet con lágrimas de impotencia  en los ojos- ¡¡Decidme, desgraciado!!- le propinó una fuerte patada en un costado- ¿Qué demonios le habéis hecho?

     El obispo se agarró el costillar, dolorido, asustado y después vacío de sentimiento. Desde el suelo, rotos varios de sus huesos, escrutó la gran dependencia, repleta de signos de violencia, más sin rastro alguno de Marie. Había huido. Su niña había escapado de él, de nuevo, como un animal asustado. Y aquel caballero fuera de sí, lo acabaría matando como un lobo a un  venado. Pero no, aquella no sería la peor de sus suertes. Si el custodio no acababa con él, lo llevaría ante la princesa, reina ahora que el monarca era historia. Y entonces sí, entonces, su final sería inminente, aunque no falto de sufrimiento.

       -Nada le he hecho- dijo el prelado con mirada perdida, siseando las palabras entre los huecos de su dentadura rota-. Vos debisteis alejaros de ella y así el Señor no me hubiese ordenado limpiar su alma impura y pecadora.

      El soldado escuchó absorto las palabras de aquel  loco.

     -¿Dónde la habéis llevado?- Dashiell bajó el tono de voz-. Decídmelo, os lo suplico, y os dejaré en libertad- bajó la espada a modo de rendición.

     -No he sido yo- el cura sonrió, chorreándole hacia el mentón un reguero de baba roja-.  Debió ser Él quien entró  por la ventana para  llevársela convertida en ángel.

      El custodio dio unos pasos junto al lecho y vio unas pequeñas huellas de mano dibujadas sobre los marcos de madera de la ventana. La abrió de par en par y oteó el exterior. La hierba se hallaba aplastada y manchada de sangre allí donde Marie debía haberse apoyado al saltar. Las esperanzas de encontrarla con vida volvieron a adueñarse de él. Lo había logrado. Su amada había conseguido escapar.

     Oyó un ruido a sus espaldas. Se giró con el hierro alzado y caminó hacia  la puerta, dónde a gatas, el obispo trataba de huir con el agujero del culo a la vista y los huevos colgando hasta casi tocar el suelo. El joven pasó suavemente la afilada hoja de su espada por la parte trasera del tobillo del prelado, cortándole el tendón aquiliano.

     -¡Demonio!- el patético viejo cayó al suelo por enésima vez- ¡Vuestra palabra de caballero carece de valor!- exclamó Godet mientras se retorcía de dolor- ¡Jurasteis que me dejaríais libre!

     -¿Acaso impido que os vayáis?- hizo una pausa-. Solo me aseguro de que no marchéis demasiado lejos- dijo Dashiell saliendo de la estancia.

domingo, 19 de mayo de 2013




-24-

 

 

     Oscurecía en Foix. Bastien, entumecido por el viaje, atravesó sobre su cabalgadura aquellas calles bordeadas de hermosas casonas encaladas, todas y cada una de ellas al cobijo del majestuoso castillo cátaro que las observaba desde la cima de la montaña, velándolas con sus dos torres cuadradas, a modo de brazos, clamando al cielo rojizo.

      El mercader se detuvo frente a un grupo de campesinos rezagados que volvían sudorosos tras cultivar sus tierras. Los estudió. De apenas la treintena, los rostros prematuramente avejentados a causa del sol, surcada su curtida piel de gruesas arrugas, abultadas sus barrigas.

     -Buenos hombres- saludó con una leve inclinación de cabeza-. Busco una posada para descansar mi fatigado cuerpo.

     -¡Aquí las hay por doquier, señor mío! Estamos en tierra de paso- exclamó uno de los cuatro, sonriendo y dejando a la vista su mellada dentadura-. Pero os garantizo, que ninguna mejor que la de Khalia- hizo una pequeña pausa-. ¡Maldito Hyppolyte!- rompió en una carcajada estruendosa a la que sus parroquianos se unieron al unísono.

     -Seguiré vuestro consejo entonces- añadió Bastien sin saber el por qué de las risas- y me hospedaré en el mismo, siempre y cuando seáis tan amables de señalarme el camino.

     -No tenéis más que continuar bordeando la colina hasta llegar a la abadía de San Volusiano, a los pies de la fortificación. La posada está junto a ella, unida a la roca y adornada por alegres flores a pesar de la estación en la que nos hallamos.

     -Gracias amigos- Bastien lanzó un par de monedas al portavoz-. Tomaos unas cervezas a mi salud.

    El labrador las prendió al vuelo y se quedó mirando los escudos de plata, como si nunca hubiese visto semejante botín. Con aquel dinero no solo tendrían para beber, sino para darse unos buenos revolcones con las rameras de la taberna, antes de acudir a sus respectivos hogares de amantes familias.

     El maubanés los despidió alzando la mano y siguió las indicaciones, llegando con prontitud a la gran abadía. Tal y como el campesino hubiese dicho, la posada aparecía repleta de color, inundando las flores sus ventanas y los laterales de la puerta, como si la primavera hubiese llegado a aquel edificio para hospedarse allí y nunca marchar.

    Descendió del corcel, lo ató al tronco de un estrecho árbol por las riendas y llamó a la puerta. Le abrieron de inmediato.

     -¿Peregrino?- una muchacha de piel negra lo repasó de arriba abajo apoyada en el marco de la entrada.

     -Si- dijo dubitativo el hombre, decidiendo no revelar su verdadera identidad.

     -No lo eres- lo miró intensamente ella, con sus ojos verde oliva-. Pero me da igual. No es algo que me incumba- Alargó la mano hacia él y colocó la palma abierta hacia arriba-. Págame ahora dos días por adelantado y no haré preguntas.

     -¿Con esto habrá suficiente?- le entregó un puñado de monedas.

     -Por el momento- sin cambiar su seria expresión, la mujer se metió la mano por el canalillo y sacó una pequeña bolsita de lino que colgaba repleta de dinero entre sus pechos-. ¡Hyppolyte!- gritó mientras metía en el saquito la mayor parte del dinero cobrado.

     Un hombre calvo y zambo bajó costosamente las escaleras.

     -Cada día tardas más- le reprochó ella como una madre a su pequeño hijo-. Toma esposo querido- le entregó tres monedas  y se giró hacia Bastien, advirtiéndole con la mirada que callase-. Este peregrino, muy amablemente, ha querido pagarnos por adelantado, demostrando así su buena fe-le sonrió con dulzura-. Cuida a su caballo en tanto que yo preparo unas tortas con vianda para que reponga fuerzas.

     -Así lo haré- con la vista aún puesta sobre las brillantes monedas, el hombre abrió la puerta principal y tropezó con un madero del suelo ligeramente levantado.

     -Al final las perderás- Khalia se acercó a él-. Eres tan torpe… No te inquietes, mi vida- se agachó para besarlo en la mejilla- Yo las guardaré.

     -Que haría yo sin ti- dijo el esposo mientras salía de la posada.

     Otra moneda, de entre las tres, fue a parar entre sus senos ante la divertida mirada de Bastien.

domingo, 12 de mayo de 2013


-23-

 

 

 

     -Desnúdate- exigió Godet.

     -¿Y si me niego?- preguntó Marie en un susurro, en tanto intentaba no perder el sentido.

     -Sentirás la furia de mi báculo- golpeó el suelo con él,  tratando de asustarla.

     -Entonces, elijo permanecer vestida- respondió ella cruzando las manos sobre su regazo.

     Godet sujetó el bastón por debajo de la empuñadura y colocó ésta bajo el mentón ensangrentado de la muchacha, alzándole la cabeza.

     -¿Me estás diciendo que prefieres que vapulee tu cuerpo a mostrármelo desnudo?

     Ella asintió levemente, semi-cerrados los ojos, emborronados sus pensamientos a causa del grave golpe anteriormente recibido.

     -Estás de suerte- el prelado apartó el madero, cayendo la barbilla de ella pesadamente sobre el pecho-. Hoy me siento piadoso. Si no deseas desnudarte para mí, no te obligaré- el hombre levantó la sotana dejando a la vista su miembro deforme-. Arrodíllate y empieza a hacer lo que mejor se te da.

     Marie parpadeó intentando enfocar sus brumosos cristalinos. A un palmo de ella, el enjuto pene del cura la esperaba encogido de tal manera que semejaba una serpiente enroscada. No tardaría mucho en hacer lo que se le pedía. Con los movimientos descoordinados de un borracho se lanzó de rodillas ante él y agarró su raquítico falo. 

     El religioso jadeó en cuanto su alumna comenzó a lamerlo. Cerró con ímpetu los párpados y viajó  años atrás recordando el cuerpo de ella, aún por florecer. Agarró un mechón de los cabellos de Marie e impulsó su cabeza hacia adelante, sin dejarla retroceder, sintiendo su polla invadiendo aquella boca húmeda que no dejaba de secretar saliva a medida que el aire se agotaba en sus pulmones y trataba de hallar una ranura por la que respirar.

     La muchacha sintió la asfixia, la garganta ardiente a causa del esfuerzo y el desvanecimiento de su mente, como si alguien estuviera extinguiendo la luz solar. Sujetó las caderas huesudas del obispo en un último intento de liberación y, en ese mismo momento,  su boca comenzó a llenarse de semen.

     El prelado gritó de dolor al sentir la sana dentadura de su pupila hincándose en su miembro. La empujó contra el lecho y cubrió su pene con la sotana para detener la hemorragia.

     Marie, rojos los labios, impuramente manchada la barbilla, inmóvil en la cama, lo veía  gesticular, gritar sin que sus oídos nada escuchasen salvo un incesante gorgoteo que la comenzaba a enloquecer. Él la levantó violentamente y la lanzó de nuevo sobre el lecho, boca abajo esta vez. Intentó ella girar su cuello para descubrir lo que el hombre tramaba, pero de un manotazo en la nuca, el cura apretó su rostro contra las frías sábanas, al tiempo que alzaba sus faldas y la desprendía de las calzas.

     Godet prendió con fuerza su báculo pastoral y, abriéndole las piernas al máximo, penetró su vagina con la empuñadura, una y otra vez, no atendiendo ni a sus ruegos ni a sus súplicas.

 

 

 

 

     -¿Por qué dices que me has encontrado? Dime muchacho.

     Un borbotón de palabras comenzaron a salir de aquella nerviosa boca, sin que el caballero nada entendiese salvo un nombre.

     -¿Marie? ¿Es lo que has dicho?- lo miró fijamente a los ojos.

     Thibaut, entonces, lo agarró de una de las mangas dispuesto a llevarlo a la calle.

     -No le hagas caso, no es más que un granuja que quiere despistarnos con sus triquiñuelas.

     -¡Suéltalo!- rugió su superior agarrándolo por el antebrazo para que lo liberara- volvió a dirigirse al chico-. ¿Le pasa algo a Marie? ¿Te ha mandado ella a mí?

     -¿Qué escándalo es éste?- Annette se acercó a ellos con paso enérgico-. ¿No os dais cuenta de que la princesa se halla velando al monarca?

     -Lo lamento- se disculpó el caballero con una reverencia-, pero es algo urgente, doncella.

     -¿Urgente decís?- miró al muchacho con estupor- ¿Quién eres?

     -Donatien- le respondió, pero seguidamente se giró a Dashiell para continuar gesticulando y  parloteando incesantemente en un francés tan enrevesado que resultaba imposible de descifrar.

     -Cuenta que Marie deseaba pediros protección para él y su familia- le informó Annette que escuchaba atentamente al mozo-. Asegura que sus vidas corren peligro a causa de…- la doncella hizo una pausa.

     -¿Qué es lo que ha dicho?- Dashiell la miró intrigado- Decidlo, os lo ruego.

     Annette escuchó turbada el testimonio de Donatien sobre Brigitte y recordó entonces el extraño abrazo del prelado alrededor del cuello de la cocinera, los ojos asustados de ésta, su silenciosa petición de auxilio. Se volvió rápidamente hacia el custodio.

     -Salvad a Marie. Godet la llevaba obligada al convento y si, como sospecho, lo que cuenta el muchacho es cierto, corre peligro.

     Sin pensárselo dos veces, Dashiell abandono su puesto de vigilancia y corrió a los establos.

 

 

 

 

     Marie se encontraba dolorida, entumecida, tumbada aún boca abajo sobre una cama empapada en su propia sangre. El obispo echó la llave tras salir del dormitorio y aprovechó la oportuna soledad para arrastrarse hacia el filo del lecho, ayudada por sus cansados miembros superiores. Débil y mareada, cayó desde el borde de la alta cama con un golpe seco y quedó tendida sobre el frío suelo de madera, escuchando cualquier sonido que proviniera del exterior de la estancia. Nada, únicamente aquel insoportable zumbido dentro de su propia cabeza. Se levantó ignorando por completo el dolor que invadía sus entrañas y trepó asiéndose a las sábanas, hasta quedar totalmente erguida. Miró esperanzada hacia el gran ventanal. Unos pasos, solo unos pocos, y escaparía lejos de allí.

domingo, 5 de mayo de 2013




-22-

 

 

 

     El número de congregados frente a la muralla fue reduciéndose a medida que el obispo y Marie se aproximaban al convento. En mitad del bosque, las sombras de los altos árboles caían sobre ellos como el espejismo de un atardecer temprano y Godet pareció relajarse, disminuyendo levemente la presión sobre el cuello de la muchacha.

     -¿Qué vais a hacerme? ¿Lo mismo que a Brigitte?- preguntó envalentonada, sabiendo que fueran cuales fuesen sus palabras, nada cambiaría su final.

     El prelado se detuvo bruscamente, soltó el cayado sobre el polvoriento camino y se situó frente a su discípula, sujetándola por los hombros con una fuerza tal, que Marie sintió descoyuntarse.

     -¿Brigitte? ¡Yo no le hice nada!-escupió el prelado- ¡Esa niña del demonio huyó, como todas la demás!- lleno de ira como estaba, sujetó a la sirvienta por su larga cabellera y la obligó a arrodillarse en el suelo-. ¡Recoge mi báculo, alumna, y no vuelvas a hablar sobre lo que desconoces!

     Así lo hizo, tomando con sus pequeñas manos aquel bastón que en tantas ocasiones había golpeado su frágil cuerpo.

     -Desearías golpearme con él, ¿verdad?- dijo el obispo arrebatándoselo y mirándola fijamente a los ojos.

     -Con todas mis fuerzas, una y otra vez, hasta que con las carnes abiertas suplicarais clemencia.

     Godet la alzó de un violento tirón y, sin pronunciar palabra, volvió a sujetarla por el cuello,  poniendo rumbo al convento.

 

 

 

 

     Donatien logró entrar en la fortaleza por entre las piernas del gentío.  Se irguió y oteó su rededor para situarse, consiguiéndolo a pesar del vaivén provocado por los empujones de los presentes. Una de las torres de vigilancia se alzaba a su siniestra, así que no tendría más que caminar en línea recta para hallarse en la plaza del pozo. Una vez allí, la entrada al castillo sería coser y cantar.

      De nuevo y sin tiempo que perder, se puso en marcha.   

 

 

 

 

     El convento se hallaba desierto y silencioso. En los bancos, algunos objetos olvidados esperaban el retorno de sus dueños, quienes horas antes hubieran salido raudos del edificio sagrado, asustados y llenos de curiosidad por las alarmantes campanadas provenientes de la fortaleza.

     El obispo Godet arrastró a Marie a través del estrecho pasillo y la sacristía, para pasar después a su hogar. Dejaron atrás la cocina y una serie de habitaciones cerradas y entraron en el dormitorio principal, una estancia nada austera en comparación a la humilde decoración del convento. Un enorme lecho con dosel, cuyas sedas ocultaban parcialmente las ropas de cama de lujosos tejidos, presidía los aposentos.

     El prelado soltó a la sirvienta, descolgó de su cuello un cordel del que pendía una gruesa llave y cerró la puerta a cal y canto desde el interior.

     -Ahora dime- se giró hacia ella mientras volvía a colgarse del cuello el cordel-. Ese caballero rubio tan apuesto, ¿te satisface más que yo en la cama?

     ¿Satisfacerla? No recordaba haberse sentido satisfecha ninguna de aquellas noches, siendo niña, en que aquel desalmado la había asaltado en su cama, mancillando su honor, su cuerpo  y su espíritu, como tampoco en las repetidas ocasiones en las que la había golpeado hasta dejarla aturdida, desmayada a veces, tumbada sobre un charco de su propia sangre, sin saber si a la mañana siguiente volvería a despertar.

     -Infinitamente más que vos- afirmó ella con semblante serio, sabiendo de sobra cómo herir el orgullo del viejo-. Tan solo la visión de su desnudez y su viril miembro me satisfacen hasta llegar al éxtasis, algo que vuestro decrépito cuerpo y vuestra torcida polla jamás logró cuando era una chiquilla, ni logrará ahora siendo mujer.

     -Desgraciada- murmuró entre dientes el cura y, de repente, su tono se volvió dulce-. ¿Pero en qué han convertido a mi pequeña Marie?- se aproximó a ella y la abrazó tiernamente apoyándola en su pecho mientras acariciaba sus cabellos, dorados como las espigas de trigo que se tuestan al sol-. No te inquietes- le susurró al oído como si le contara un secreto-, yo te salvaré de ellos y cuidaré de ti, como siempre lo he hecho. Mi pupila. Mi favorita. Mi niña. A partir de ahora nada ni nadie volverá a separarnos y podré entregarte, sin disimulo, todo mi amor.

     -¿Amor?- la muchacha retrocedió, apartándolo de sí con un enérgico empellón- ¿A eso le llamáis amor? ¿A violarme?, ¿a humillarme?, ¿a azotarme cuando no cumplía vuestras órdenes? ¡Qué afortunada! ¡Ciega de mí que no supe ver la dicha que me ofrecíais!- mirando al techo, colocó las manos a modo de plegaria- ¡Oh, Dios, gracias por haberme hecho merecedora del amor de vuestro querido obispo!

     Godet, furioso, se acercó a ella, alzó el báculo pastoral sobre sus cabezas  y le propinó un terrible golpe que la lanzó al suelo.

     -¡Miserable! ¡No mentéis en vano el nombre del señor!

     La muchacha, tendida boca abajo sobre los maderos del suelo,  palpó su frente allí donde nacía el cabello, quedando la mano inmediatamente teñida de rojo.  Quería vomitar, se hallaba mareada y los aposentos giraban en torno a ella, pero, incluso con la cabeza abierta, la rabia tendió su mano amiga ayudándola a colocarse de rodillas y concediéndole el impulso necesario para alzarse ante él, ante el monstruo. Trató de mantener el equilibrio con las piernas ligeramente flexionadas y se apoyó sobre el dosel de madera del lecho para no caer de nuevo.

     -Sois vos y no yo quien repite SU nombre en una blasfemia constante, quien no muestra pudor al mentir a los devotos cristianos y quien utiliza a unas pobres infantes para satisfacer sus impíos deseos carnales.  ¿Quién es, por tanto, más miserable?

     -Me acusas a mí, un simple hombre, de pecados que nunca he cometido y no te das cuenta de que tú y otras hembras después de ti  fuisteis las que me engañarais con vuestra palabrería, con vuestros dulces ojos y tiernos cuerpos, buscando mi protección y mi hombría. Y la conseguisteis, desde luego, toda ella, para luego convertiros en unas arpías que no dudaron en transformarse y  abandonarme a mi suerte- el obispo, frente a ella, la obligó a sentarse en la cama-. Pero no te preocupes, porque ahora ha llegado el momento de redimirte de todos tus pecados.

 

 

 

 

     Unos gritos provenientes del otro lado del corredor llamaron la atención de Dashiell. Desenvainó su espada delante de la puerta de la estancia del príncipe y aguardó impaciente, con el corazón golpeando nervioso su pecho, la aparición del autor de semejante escándalo.

     -¿Quién es éste que traes?- preguntó el caballero a Thibaut, el custodio imberbe, al verlo  aparecer con un mozalbete que se defendía de él con uñas y dientes entre gruñidos, quejidos y un sinfín de palabras ininteligibles.

     -Lo encontré vagando por los pasillos inferiores. Debe haberse colado por la cocina.

     -Tendrá hambre. Dale algo de comer y acompáñalo a la calle. No quiero trifulcas en las inmediaciones de los aposentos reales- dijo la fiel mano derecha del futuro rey, ocasionando su arma un silbido metálico al entrar en la vaina.

     -Ha pronunciado tu nombre  al sentirse atrapado. Es por eso que lo he traído ante ti- explicó el custodio queriendo ganarse el reconocimiento de su superior.

    -¿Mi nombre?- el soldado se acuclilló ante el muchacho estudiando su cara- ¿De qué me conoces?

    -Dashiell- una sonrisa, apagada al instante por el miedo en sus ojos, apareció en su moreno rostro- Je t’ai trouvé.