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Dashiell no se
detuvo a ensillar su corcel. Montó sobre él asiéndose de sus crines y atravesó
las calles de la fortaleza al galope, apartándose de su camino, para no ser
arrolladas, las gentes reunidas todavía entre las murallas. En el exterior, donde
el número de congregados había ido menguando
a lo largo del día, alzó y adelantó el cuerpo y, apretando las rodillas contra
el animal, gritó azuzándolo para que corriera más y más. Desconocía las
palabras pronunciadas por el pequeño Donatien, pero su nerviosismo y la
preocupación en el rostro de Annette, le bastaban para saber que algo no
marchaba bien para Marie, la dulce muchacha por la que su corazón se encogía y
dejaba de latir, volviendo a la vida, como un cálido torbellino, al escucharla,
al mirarla, al verla sonreír.
Envuelto en la
fría neblina del bosque llegó hasta las escalinatas del convento. Desmontó sin
que su caballo hubiera detenido aún su marcha y corrió al interior del oscuro y
silencioso edificio que parecía dormir. Emitió la puerta un tembloroso chirrido
al empujarla y entró el caballero, espada en ristre, a aquella sobria
dependencia, con estatuas pavorosas que lo espiaban desde los laterales. Caminó
en línea recta por el estrecho pasillo que dejaban los bancos, y una vez sus
ojos estuvieron acostumbrados a las tinieblas, vislumbró una sencilla puerta
situada tras el altar. La traspasó y penetró en una pequeña habitación. Rodeó
la mesa central y salió a un corredor ligeramente iluminado. Escuchó. Se oía un
leve chapoteo. Anduvo despacio, en dirección al ruido. Se detuvo y volvió a
escuchar. La luz allí era más intensa. Se asomó a la estancia de la que
proviniera el acuoso sonido y contempló aturdido el cuerpo desnudo y arrugado
del viejo obispo, que se afanaba en limpiar cada pliegue de su repugnante
miembro, herido y cubierto de sangre.
Dashiell entró
veloz en aquella especie de cocina y golpeó con la empuñadura de su espada el
rostro del prelado, sin que este tuviera tiempo de reaccionar. El vejestorio
cayó pesadamente al suelo, arrastrando consigo la cubeta que hubiera estando
utilizando para lavarse y derramándose sobre él el agua rosada de su interior.
-¿Qué le habéis
hecho, malnacido?- gritó el soldado acuclillándose ante el cura y prendiéndolo
del cuello- ¿Dónde se encuentra Marie?
El obispo Godet
trató de contestar, pero el custodió presionaba fuertemente su nuez. De su
garganta no lograban salir más que ruidos guturales y roncos, convertidos
después en toses rotas. Viendo que el joven no disminuía la presión, estiró el
brazo para coger su báculo pastoral, tirado junto a él, con la intención de defenderse.
El soldado apretó
con saña la garganta del obispo y se agachó para recoger el bastón del suelo.
Advirtió que la empuñadura estaba manchada del rojo oscuro de las heridas
profundas.
-¿Esto es lo que
habéis utilizado contra ella?- zarandeó el báculo ante el rostro de aquel,
amoratado a causa de la asfixia. Entonces lo alzó del suelo, aflojando la
opresión sobre su cuello, y ambos salieron al pasillo, donde Dashiell, gritando
a pleno pulmón el nombre de la muchacha, fue abriendo todas las puertas de la
morada hasta llegar a una que extrañamente permanecía cerrada con llave.
-¿Marie?- preguntó en voz alta el caballero, pegando
la oreja a la superficie de madera, con la esperanza de escuchar su voz- ¿Se
encuentra aquí verdad?- dijo dirigiéndose al desnudo cristiano.
-¡No, os lo juro
por Nuestro Señor! ¡Ahí dentro no hay nadie, solo trastos en desuso!- lloriqueó
el cura sin poder evitar mostrarse nervioso. Con una de sus manos, tapó disimuladamente
el objeto que descansaba sobre su pecho.
Dashiell apartó
violentamente aquella garra y observó la llave que ocultaba.
-¡Trastos valiosos
deben ser los que guardáis!- enojado, cogió la llave y, sin soltarla del cordel
del que pendía, la llevó hasta la cerradura arrastrando hacia adelante al
obispo, con tal ímpetu, que el viejo chocó de bruces contra la puerta y quedó
arrodillado en el suelo, escupiendo dientes y cuajarones de sangre que salían
de su nariz y su boca.
Al entrar en los
aposentos, el soldado soltó la llave como si de repente las fuerzas lo hubieran
abandonado, viendo, con el corazón encogido, la sangrienta escena que las velas
de varios candelabros iluminaban. Dio unos pasos breves y temblorosos,
internándose en el habitáculo, en la escena de una dramática carnicería, donde
el suelo de piedra brillaba de un rojo
refulgente y la ropa de cama se hallaba empapada en sangre.
-¿Qué le habéis
hecho?- Dashiell se giró hacia el obispo Godet con lágrimas de impotencia en los ojos- ¡¡Decidme, desgraciado!!- le
propinó una fuerte patada en un costado- ¿Qué demonios le habéis hecho?
El obispo se agarró
el costillar, dolorido, asustado y después vacío de sentimiento. Desde el
suelo, rotos varios de sus huesos, escrutó la gran dependencia, repleta de
signos de violencia, más sin rastro alguno de Marie. Había huido. Su niña había
escapado de él, de nuevo, como un animal asustado. Y aquel caballero fuera de
sí, lo acabaría matando como un lobo a un venado. Pero no, aquella no sería la peor de
sus suertes. Si el custodio no acababa con él, lo llevaría ante la princesa, reina
ahora que el monarca era historia. Y entonces sí, entonces, su final sería
inminente, aunque no falto de sufrimiento.
-Nada le he hecho- dijo el prelado con mirada
perdida, siseando las palabras entre los huecos de su dentadura rota-. Vos
debisteis alejaros de ella y así el Señor no me hubiese ordenado limpiar su
alma impura y pecadora.
El soldado
escuchó absorto las palabras de aquel loco.
-¿Dónde la habéis
llevado?- Dashiell bajó el tono de voz-. Decídmelo, os lo suplico, y os dejaré
en libertad- bajó la espada a modo de rendición.
-No he sido yo- el
cura sonrió, chorreándole hacia el mentón un reguero de baba roja-. Debió ser Él quien entró por la ventana para llevársela convertida en ángel.
El custodio dio unos pasos junto al lecho y vio
unas pequeñas huellas de mano dibujadas sobre los marcos de madera de la
ventana. La abrió de par en par y oteó el exterior. La hierba se hallaba aplastada
y manchada de sangre allí donde Marie debía haberse apoyado al saltar. Las
esperanzas de encontrarla con vida volvieron a adueñarse de él. Lo había logrado.
Su amada había conseguido escapar.
Oyó un ruido a sus
espaldas. Se giró con el hierro alzado y caminó hacia la puerta, dónde a gatas, el obispo trataba de
huir con el agujero del culo a la vista y los huevos colgando hasta casi tocar
el suelo. El joven pasó suavemente la afilada hoja de su espada por la parte
trasera del tobillo del prelado, cortándole el tendón aquiliano.
-¡Demonio!- el
patético viejo cayó al suelo por enésima vez- ¡Vuestra palabra de caballero
carece de valor!- exclamó Godet mientras se retorcía de dolor- ¡Jurasteis que
me dejaríais libre!
-¿Acaso impido que
os vayáis?- hizo una pausa-. Solo me aseguro de que no marchéis demasiado
lejos- dijo Dashiell saliendo de la estancia.