lunes, 17 de junio de 2013


 

-28-

 

 

      Yannick apartó la comida del fuego y la sirvió en un cuenco de madera. Se sentó a la mesa una vez más y de nuevo sacó la arrugada carta. La miró un instante y rompió el lacre blancuzco, desplegando el papel apergaminado.

 

   

Solicitad  una  audiencia  privada  como  nuevo  herrero  del  reino.            Ansío  conversar  con  vos  referente  a  las  labores  que  desearía encomendaros  tras  la  demostración  de  talento  de  la  que  ayer  me hicierais  partícipe.

                                                                                      MM

 



                                                                                         

 

 

     El herrero colocó la misiva abierta en la mesa y se reclinó en la silla, haciendo que esta se balanceara apoyada únicamente sobre sus dos patas traseras.

     Cerró los ojos y aspiró profundamente al recordarse dentro de Madeleine, dentro de aquel cuerpo felino de abrumadores movimientos por el que fue arrastrado a un placer indescriptible. Se pasó la mano por la prominencia de su entrepierna y comenzó a acariciarse sobre las calzas. Metió la mano entonces por debajo de las mismas y se agarró la dura polla con fuerza, sacándosela mientras la maleaba de arriba abajo, una y otra vez.

     Un repentino relincho frente a la herrería hizo que Yannick saliera de sus pensamientos. Se reclinó hacia delante con ímpetu, al tiempo que guardaba su miembro, y las patas traseras del asiento chocaron contra el suelo con un golpe seco.

 

 

 

 

      Dashiell siguió por el atajo invadido de maleza hasta que el cantar del río llegó claro a sus oídos. Un trueno resonó no muy lejos y el soldado se percató de que el cielo anaranjado comenzaba a cubrirse rápidamente de oscuros nubarrones, a pesar de que el viento apenas si soplaba.

     Desmontó y una sombra en la orilla llamó su atención. Una roca. Una extraña roca sobre la hierba. Se aproximó con el corazón en un puño.

     -¡Marie!- corrió hacia su amada al verla encogida y tumbada de lado sobre aquel húmedo y verde tapiz. Se arrodilló junto a ella, la giró hasta ponerla boca arriba y acarició sus suaves mejillas, aún cálidas, sonrosadas. Rozó con el pulgar sus labios, aquellos que dibujaban tan hermosa sonrisa que le hicieran sentir celos del pensamiento que se la hubiera provocado. Detuvo la vista en su frente. Apartó un mechón de pelo trigueño, sucio y pegajoso, y contempló, con lágrimas en los ojos, la profunda brecha abierta hasta más allá de la osamenta, mezcolanza de líquidos que habían teñido en blanco y  gris la sangre que cubría su  rostro.

     Llorando sin remisión la abrazó, pecho contra pecho, un único palpitar. Alisó con delicadeza sus largos cabellos y besó su coronilla llena de hojarasca haciendo caso omiso a las gotas de lluvia que, en tromba, comenzaran a caer sobre ellos, arrastrando consigo todo vestigio de violencia del impávido cuerpo que ya jamás se movería.

domingo, 9 de junio de 2013


 
 
-27-

 

 

     Quedaron atrás los lastimeros gemidos del prelado cuando Dashiell, a la carrera,  saliera del convento para internarse en el bosque de reflejos rojizos a lomos de su corcel.

     Se detuvieron repentinamente al encontrarse ante un muro de zarzas que les impedía el paso. Saltó al suelo el soldado y, en cuclillas, observó una gran mancha parda que tocó con el índice, extendiéndola por la yema con ayuda del pulgar. Sangre fresca.  No cabía duda. Se levantó limpiándose los dedos contra las calzas. Las huellas encarnadas que hallara bajo la ventana, se internaban en la espesura sin que el denso follaje del bajo arbolado y los arbustos, hubiesen podido detener la marcha a pie de Marie.

      Miró a su siniestra. Recordaba a la perfección aquella estrecha senda oscurecida por las sombras, que tan solo unos días antes hubiera recorrido en sentido contrario junto a su amada, un ciervo herido y asustado que huía ahora tras haber caído en una trampa cruel.

     Volvió a montar raudo, dando al animal la voz de galope, y el callado bosque se llenó repentinamente de ruidos. Un relincho estruendoso.  El golpeteo de cuatro cascos sobre la húmeda tierra.  El aleteo del vuelo despavorido de varios pájaros que habían despertado sobresaltados. Un leve rumor de agua lejana.   

     Dashiell sabía dónde encontrarla.

    

 

 

 

 

   

      Godet, como un guiñapo, se arrastró fuera de la habitación sangrando abundantemente del tajo del tobillo y colgándole este en una posición nada natural. Trató de levantarse agarrándose a una de las paredes, pero su única pierna de apoyo, torpe y cansada, flaqueó  y volvió a caer el hombre al  duro suelo, chocando contra él sus enfermas rodillas. Siguió entonces reptando por el corredor, tumbado boca abajo, rozando y pelando contra las maderas mal pulidas su miembro herido y alargando los brazos para sujetarse a cualquier objeto saliente que se lo permitiera para escapar de allí rápidamente, tanto  como le fuera posible, antes de la vuelta de aquel custodio lleno de ira que hubiera marchado en pos de su zorra, con la esperanza de salvarla. Cuando la encontrara y viera su cuerpo violentado,  vapuleado, no tardaría en volver a la casa en busca de venganza, pero para entonces, él ya se habría ido.

     Su báculo pastoral lo esperaba tirado en la cocina. Lo prendió por la sanguinolenta empuñadura y, ayudándose de él, por fin consiguió ponerse en pie. Trastabilló al principio, se detuvo. Colocó el empeine de la extremidad herida sobre el terrazo y apretando las mandíbulas para soportar mejor el dolor, comenzó su monótona marcha a través de la sacristía y la capilla, saliendo al exterior, sin pudor alguno,  tal y como lo hubieran traído al mundo.

 

 

 

 

    

    La noche estaba cerca de caer, pero Juliette no temía  la oscuridad, ni a los malhechores, ni siquiera a los lobos. Lo único que la asustaba era no ser correspondida por Yannick, su amado, su deseado, su futuro esposo. Yannick. Hermoso nombre. Esbozó una sonrisa risueña. Lo amaba tanto, lo quería de tal manera, que estaba reservando su don más preciado para ofrecérselo la noche de bodas. Aquel día la tomaría por primera vez y… ¡No, no! Debía apartar esas imágenes de su cabeza y pensar qué hacer para conquistarlo. Él la tenía por una niña, pero estaba muy confundido. Ya tenía algo de pecho y pelo allí abajo y sangraba hacía tiempo. Era una mujer y se lo haría entender. Pero aquella sucia ramera… Se la había follado sobre la mesa de la herrería, frente a su casa, la de ambos cuando se casaran. ¿Cómo había podido? Yannick. Lo había maldecido escondida tras los arbustos, con el rostro inundado de lágrimas mientras ellos gemían de placer como dos animales. Pero no, no era culpa de él, un viudo con necesidades, sino de la bella mujer que lo había seducido con su piel blanca y su perfecto cuerpo. ¿Qué hombre no habría sucumbido ante semejante  objeto de deseo?  

     La muchacha, sin dejar de caminar, estiró los brazos hacia delante para mirarlos en su plenitud y observó, con tristeza, sus marcados huesos envueltos por una fina capa de piel.

     -Algún día- pensó-, también yo seré deseada.

domingo, 2 de junio de 2013




-26-

 

 

     Acabada la jornada, Yannick, sudoroso y agotado, entró en su hogar. Puso a calentar las sobras del almuerzo, encendió un par de velas en la estancia y, uno a uno, cerró los postigos de las ventanas, agradeciendo, tras el sofocante calor producido por la fragua, aquel delicioso frescor que inundaba su humilde morada.                  

     Se sentó a la mesa y se descalzó con la única ayuda de los pies, al tiempo que sacaba la carta con el sello real lacrado del interior de uno de los bolsillos del delantal de cuero. La miró al trasluz.

     De repente, unos sonoros golpes en la puerta lo hicieron levantarse de un salto. Guardó la misiva una vez más y se armó de su fiel espada.

     -¿Quién hay?- preguntó en una exclamación.

     -¡Yannick, ábreme! ¡Soy Juliette!- gritó una voz cantarina y aguda.

     El herrero abrió de golpe, dejando el hierro apoyado en la pared.

     -¿Qué haces aquí?- sacó la cabeza por la abertura de la puerta y la metió en la casa de un empujón- ¿Saben tus padres dónde estás? Es tarde, deben estar preocupados.

     La muchacha, de apenas 15 años, hizo un gesto de despreocupación, mirando hacia abajo y  alisándose las faldas.

     -Seguro que les da igual…- lo miró entonces, con los ojos castaños abiertos como platos-. Necesitaba verte- se abalanzo sobre él, rodeándolo con sus flacos brazos y apoyando una de sus mejillas sobre su pecho.

     -Juliette, no- el hombre miró al techo y resopló exasperado, con los brazos caídos lánguidamente a los laterales del cuerpo, sin querer ni siquiera rozarla. Después la sujetó por los hombros y la separó de él, inclinándose levemente para alcanzar a mirar fijamente sus pupilas-. Hemos hablado muchas veces de esto. Eres una niña- vio que la cara de ella iba transformándose en un gesto de rabia infantil-. Mereces un hombre que pueda darte lo que deseas y sabes que ese no soy yo.

     -¡Pero yo te deseo a ti!- explotó ella, soltándose de sus poderosas manos- ¡Ya no soy una niña! ¿Tanto te cuesta entenderlo?- las lágrimas corrían por sus mejillas como riachuelos incontrolables- ¡Soy una mujer y quiero ser tuya! ¡Solo tuya!- escondió el rostro tras sus palmas.

     Yannick se acercó a la joven con intención de calmarla, pero ella huyó, avergonzada y herida en su orgullo, al no poder contener ni disimular la pena y la rabia que sentía. Él cerró la puerta una vez desapareciera la delgada figura al final del camino, y se apoyó  de espaldas sobre la entrada de madera, suspirando apesadumbrado al verse obligado, por el propio bien de la muchacha, a hacerle aquel intenso daño. Echó hacia atrás la cabeza y cerró los ojos. Un nuevo suspiro escapó de lo más profundo de su ser al recordar a sus pequeños, jugando en la villa con la misma niña que ahora se hacía mujer y confundía sus anhelos.

     Demasiados recuerdos al mirar tan pequeño saco de huesos.

 

 

 

 

 

 

      El cielo rojizo del atardecer quedó oculto tras las copas de los árboles cuando Marie se internó en el bosque, flaqueándole las piernas, girando con movimientos vertiginosos todo a su alrededor. No pensaba con claridad. Ni siquiera lo pretendía. Las ideas se amontonaban en su cerebro abotargado, sin encontrar resquicio por el que salir de aquella cárcel repleta de zumbidos y martilleos que la convertían en una sonámbula, con los brazos alargados para no tropezar en aquel paraje lleno de imprevisibles obstáculos, pero avanzando, no obstante, a un destino conocido y guardado en algún lugar recóndito de su mente.     

     Un agudo pinchazo en sus entrañas la hizo estremecer. La muchacha se detuvo y, encogida, agarró su vientre mientras un cálido chorro de sangre, otro, resbalaba por el interior de sus muslos.  Se irguió. Reanudó la marcha dolorida, fatigada, trastabillando con las raíces, con las piedras cubiertas de hojarasca, pero no se volvió a detener.

     Lejano fue el rumor que hasta ella llegó como un suspiro, y sin embargo, supo que al fin, su camino había concluido. El agua del riachuelo brillaba, ante ella, con los últimos rayos solares del día y se acercó a la orilla deseando sentir el frescor del agua sobre sus labios resecos, en su boca impura, en su piel mancillada y beber hasta  calmar aquella sed anodina que la consumía.

     Se arrodillo en el borde, junto a un remanso. El reflejo borroso de una mujer maltrecha la miró entonces a los ojos. Ladeó Marie la cabeza preguntándose quién sería y la desconocida la imitó, cuestionándose lo mismo, supuso. Alargó la mano hacia la frente herida de la extraña que nada decía, y al hacer aquella lo mismo, chocaron ambas manos, provocando cientos de ondas que dispersaron sobre la superficie la imagen de la otra. Sintió pena al volver a sentirse sola. Oteó el cielo. Casi era de noche y el cansancio se estaba apoderando de ella. Tenía mucho sueño. Se recostó de lado sobre la hierba húmeda y mullida y cerró los ojos, mientras en sus pensamientos brumosos, la imagen de un caballero rubio y apuesto le tendía la mano para ofrecerle el cobijo que siempre se le había negado.