domingo, 9 de junio de 2013


 
 
-27-

 

 

     Quedaron atrás los lastimeros gemidos del prelado cuando Dashiell, a la carrera,  saliera del convento para internarse en el bosque de reflejos rojizos a lomos de su corcel.

     Se detuvieron repentinamente al encontrarse ante un muro de zarzas que les impedía el paso. Saltó al suelo el soldado y, en cuclillas, observó una gran mancha parda que tocó con el índice, extendiéndola por la yema con ayuda del pulgar. Sangre fresca.  No cabía duda. Se levantó limpiándose los dedos contra las calzas. Las huellas encarnadas que hallara bajo la ventana, se internaban en la espesura sin que el denso follaje del bajo arbolado y los arbustos, hubiesen podido detener la marcha a pie de Marie.

      Miró a su siniestra. Recordaba a la perfección aquella estrecha senda oscurecida por las sombras, que tan solo unos días antes hubiera recorrido en sentido contrario junto a su amada, un ciervo herido y asustado que huía ahora tras haber caído en una trampa cruel.

     Volvió a montar raudo, dando al animal la voz de galope, y el callado bosque se llenó repentinamente de ruidos. Un relincho estruendoso.  El golpeteo de cuatro cascos sobre la húmeda tierra.  El aleteo del vuelo despavorido de varios pájaros que habían despertado sobresaltados. Un leve rumor de agua lejana.   

     Dashiell sabía dónde encontrarla.

    

 

 

 

 

   

      Godet, como un guiñapo, se arrastró fuera de la habitación sangrando abundantemente del tajo del tobillo y colgándole este en una posición nada natural. Trató de levantarse agarrándose a una de las paredes, pero su única pierna de apoyo, torpe y cansada, flaqueó  y volvió a caer el hombre al  duro suelo, chocando contra él sus enfermas rodillas. Siguió entonces reptando por el corredor, tumbado boca abajo, rozando y pelando contra las maderas mal pulidas su miembro herido y alargando los brazos para sujetarse a cualquier objeto saliente que se lo permitiera para escapar de allí rápidamente, tanto  como le fuera posible, antes de la vuelta de aquel custodio lleno de ira que hubiera marchado en pos de su zorra, con la esperanza de salvarla. Cuando la encontrara y viera su cuerpo violentado,  vapuleado, no tardaría en volver a la casa en busca de venganza, pero para entonces, él ya se habría ido.

     Su báculo pastoral lo esperaba tirado en la cocina. Lo prendió por la sanguinolenta empuñadura y, ayudándose de él, por fin consiguió ponerse en pie. Trastabilló al principio, se detuvo. Colocó el empeine de la extremidad herida sobre el terrazo y apretando las mandíbulas para soportar mejor el dolor, comenzó su monótona marcha a través de la sacristía y la capilla, saliendo al exterior, sin pudor alguno,  tal y como lo hubieran traído al mundo.

 

 

 

 

    

    La noche estaba cerca de caer, pero Juliette no temía  la oscuridad, ni a los malhechores, ni siquiera a los lobos. Lo único que la asustaba era no ser correspondida por Yannick, su amado, su deseado, su futuro esposo. Yannick. Hermoso nombre. Esbozó una sonrisa risueña. Lo amaba tanto, lo quería de tal manera, que estaba reservando su don más preciado para ofrecérselo la noche de bodas. Aquel día la tomaría por primera vez y… ¡No, no! Debía apartar esas imágenes de su cabeza y pensar qué hacer para conquistarlo. Él la tenía por una niña, pero estaba muy confundido. Ya tenía algo de pecho y pelo allí abajo y sangraba hacía tiempo. Era una mujer y se lo haría entender. Pero aquella sucia ramera… Se la había follado sobre la mesa de la herrería, frente a su casa, la de ambos cuando se casaran. ¿Cómo había podido? Yannick. Lo había maldecido escondida tras los arbustos, con el rostro inundado de lágrimas mientras ellos gemían de placer como dos animales. Pero no, no era culpa de él, un viudo con necesidades, sino de la bella mujer que lo había seducido con su piel blanca y su perfecto cuerpo. ¿Qué hombre no habría sucumbido ante semejante  objeto de deseo?  

     La muchacha, sin dejar de caminar, estiró los brazos hacia delante para mirarlos en su plenitud y observó, con tristeza, sus marcados huesos envueltos por una fina capa de piel.

     -Algún día- pensó-, también yo seré deseada.

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