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Quedaron atrás los
lastimeros gemidos del prelado cuando Dashiell, a la carrera, saliera del convento para internarse en el
bosque de reflejos rojizos a lomos de su corcel.
Se detuvieron
repentinamente al encontrarse ante un muro de zarzas que les impedía el paso. Saltó
al suelo el soldado y, en cuclillas, observó una gran mancha parda que tocó con
el índice, extendiéndola por la yema con ayuda del pulgar. Sangre fresca. No cabía duda. Se levantó limpiándose los
dedos contra las calzas. Las huellas encarnadas que hallara bajo la ventana, se
internaban en la espesura sin que el denso follaje del bajo arbolado y los
arbustos, hubiesen podido detener la marcha a pie de Marie.
Miró a su siniestra. Recordaba a la
perfección aquella estrecha senda oscurecida por las sombras, que tan solo unos
días antes hubiera recorrido en sentido contrario junto a su amada, un ciervo
herido y asustado que huía ahora tras haber caído en una trampa cruel.
Volvió a montar
raudo, dando al animal la voz de galope, y el callado bosque se llenó
repentinamente de ruidos. Un relincho estruendoso. El golpeteo de cuatro cascos sobre la húmeda
tierra. El aleteo del vuelo despavorido
de varios pájaros que habían despertado sobresaltados. Un leve rumor de agua
lejana.
Dashiell sabía dónde encontrarla.
Godet, como un guiñapo, se arrastró fuera de
la habitación sangrando abundantemente del tajo del tobillo y colgándole este en
una posición nada natural. Trató de levantarse agarrándose a una de las
paredes, pero su única pierna de apoyo, torpe y cansada, flaqueó y volvió a caer el hombre al duro suelo, chocando contra él sus enfermas
rodillas. Siguió entonces reptando por el corredor, tumbado boca abajo, rozando
y pelando contra las maderas mal pulidas su miembro herido y alargando los
brazos para sujetarse a cualquier objeto saliente que se lo permitiera para
escapar de allí rápidamente, tanto como
le fuera posible, antes de la vuelta de aquel custodio lleno de ira que hubiera
marchado en pos de su zorra, con la esperanza de salvarla. Cuando la encontrara
y viera su cuerpo violentado, vapuleado,
no tardaría en volver a la casa en busca de venganza, pero para entonces, él ya
se habría ido.
Su báculo pastoral
lo esperaba tirado en la cocina. Lo prendió por la sanguinolenta empuñadura y, ayudándose
de él, por fin consiguió ponerse en pie. Trastabilló al principio, se detuvo. Colocó
el empeine de la extremidad herida sobre el terrazo y apretando las mandíbulas
para soportar mejor el dolor, comenzó su monótona marcha a través de la
sacristía y la capilla, saliendo al exterior, sin pudor alguno, tal y como lo hubieran traído al mundo.
La noche estaba
cerca de caer, pero Juliette no temía la
oscuridad, ni a los malhechores, ni siquiera a los lobos. Lo único que la
asustaba era no ser correspondida por Yannick, su amado, su deseado, su futuro
esposo. Yannick. Hermoso nombre. Esbozó una sonrisa risueña. Lo amaba tanto, lo
quería de tal manera, que estaba reservando su don más preciado para ofrecérselo
la noche de bodas. Aquel día la tomaría por primera vez y… ¡No, no! Debía
apartar esas imágenes de su cabeza y pensar qué hacer para conquistarlo. Él la
tenía por una niña, pero estaba muy confundido. Ya tenía algo de pecho y pelo
allí abajo y sangraba hacía tiempo. Era una mujer y se lo haría entender. Pero
aquella sucia ramera… Se la había follado sobre la mesa de la herrería, frente
a su casa, la de ambos cuando se casaran. ¿Cómo había podido? Yannick. Lo había
maldecido escondida tras los arbustos, con el rostro inundado de lágrimas
mientras ellos gemían de placer como dos animales. Pero no, no era culpa de él,
un viudo con necesidades, sino de la bella mujer que lo había seducido con su
piel blanca y su perfecto cuerpo. ¿Qué hombre no habría sucumbido ante semejante
objeto de deseo?
La muchacha, sin
dejar de caminar, estiró los brazos hacia delante para mirarlos en su plenitud
y observó, con tristeza, sus marcados huesos envueltos por una fina capa de
piel.
-Algún día- pensó-,
también yo seré deseada.
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