domingo, 25 de agosto de 2013


-35-

 

 

      Salió Antoine de sus aposentos, elegantemente vestido pero con el ligero cojear que los doloridos testículos le provocaban, y tomó  el largo pasillo que comunicaba sus  dependencias con las de  Madeleine.

      -¿Dónde vais, mi señor?- preguntó, poniéndose firme y con la espada en ristre, el custodio que vigilaba la puerta del dormitorio de la princesa.

     -¡Quitad de en medio!- dijo Antoine apartándolo con su gran mano y entrando en la estancia.    

     -¿Quién os ha permitido entrar de manera tan violenta en mis aposentos?- le preguntó Madeleine con voz neutra, mirándolo de soslayo desde el interior de una bañera de agua perfumada.

     -Quiero hablar con vos- Antoine detuvo el paso a mitad del amplio dormitorio, disfrutando de la sensualidad con la que aquella belleza pasaba un paño enjabonado por sus esbeltos brazos.

     -Acercaos pues y traedme esa toalla.

     Madeleine salió de la bañera mostrándole su cuerpo mojado, brillante como una perla bajo la tenue y amarillenta luz de las velas, y él la envolvió con el suave tejido.

     -Anoche no me hicisteis llamar, ni la noche anterior tampoco- el príncipe la cogió por los hombros desnudos colocándola frente a él-. Siento que me evitáis y dado que en no más de una semana vamos a ser unidos en matrimonio, creo que es momento de que volvamos a yacer juntos y dejéis de enviarme doncellas que me satisfagan por vos.

     -Amado, me alegra escuchar esas palabras de vuestra boca  y anhelo tanto o más que vos el roce de vuestro cuerpo contra el mío- la princesa dejó caer al suelo la única prenda que la tapaba y rodeando el cuello de Antoine, lo besó ardientemente hasta dejarlo sin resuello-. Ahora, que sea vuestro miembro quien demuestre la hombría.

domingo, 18 de agosto de 2013




-34-

      

 

     Frente a los muros del castillo, los mercaderes colocaban sus puestos en la plaza principal y en las callejas adyacentes, tratando de mantener sus productos alejados de la insistente lluvia otoñal que auguraba buenas cosechas futuras. Varias clientas, las más madrugadoras, con sus grandes cestas de mimbre colgadas por el asa de la articulación del codo, comprobaban la calidad de las mercancías situadas ya sobre los diferentes mostradores y regateaban los precios, muy por lo bajo, con los comerciantes, sabiendo  estos que si no daban su brazo a torcer, sería el dueño del puesto lindante quien realizaría la venta. Y  como no estaba la vida como para rechazar monedas, ni perder clientela, aunque a veces las ganancias no fueran cuantiosas, los tratos cerrados, tratos eran.

     -Donatien, apuntala bien ese madero- le pidió su padre,  de puntillas para colocar el tendal de cuero sobre su puesto de carpintería.

     Mas su hijo no escuchó ni apuntaló. Tenía la mirada fija en Annette, la doncella de la princesa, que con el pelo suelto y mojado, arremangadas las sayas, descubierta la parte inferior de sus calzas y salpicándose  en cada charco formado en la plaza,  corría en dirección a la entrada de la fortaleza como alma que persiguiera el diablo, gritando el nombre del caballero rubio que hubiera partido al atardecer en busca de Marie.

 

 

 

 

     -¡Dashiell!- exclamó Annette por enésima vez, frenando su carrera al llegar a la turba que rodeaba al caballero-. ¡Paso, en nombre de la princesa!- gritó a pleno pulmón para que la muchedumbre la escuchara y le abriera un pasillo, como así hiciera-. Dashiell- susurró cayendo de rodillas ante el soldado, arrodillado a su vez,  embarrado, con la mirada perdida, abrazando el frágil cuerpo de Marie contra su pecho, los brazos de ella rígidos por la muerte.

     -Lo lamento, caballero- la doncella apoyó su cálida mano sobre la de él, temblorosa por el frío, y pudo sentir en sus entrañas que aquel hombre que hubiera conocido, para siempre había dejado de existir.

     El custodio la miró entonces con aire extrañado, los ojos enrojecidos y con profundas ojeras púrpuras, igual que si acabara de despertar de un sueño letárgico y desconociera dónde se encontraba. Lentamente giró de nuevo la cabeza hacia su amada, aquella que ya nunca despertaría, y tumbó su cuerpo inerte sobre el suelo empedrado acariciando aquel precioso rostro con una delicadeza insólita para un hombre de guerra.

     -Cuidadla por mí- dijo sin apartar la mirada de Marie y con una voz apenas audible-. Debo ocuparme de algunos menesteres- el joven se puso en pie con torpeza a causa del entumecimiento de sus miembros inferiores.

     -Descuidad, no me apartaré de su lado- afirmó ella y Dashiell asintió con el semblante triste-. Acabaréis con él, ¿verdad?- preguntó refiriéndose a Godet-. Yo misma lo haría si tuviera la oportunidad.

     -Lo traeré para que la reina lo juzgue por su crimen- fue su escueta respuesta.

      Y acompañado por varios de sus hombres de confianza, dejo la fortaleza para volver al convento.

 

   

    

 

     -Pobre muchacha- dijo una  de las correveidile de las que tanto abundaban en Mauban mientras Donatien intentaba, a codazos, internarse por el pasillo multitudinario que se había cerrado tras Annette.    

     -Pobre- repetían, con voz cansina, otras mujeres a coro.

     -Habrá sido una bestia- conjeturó la primera de manera dramática.

     -Una bestia- afirmaron las otras mirándola con aprobación.

    -¿Una bestia? ¡Por Dios, qué desgracia!- exclamó  estridentemente una joven madre apretando a su acobardada hija contra sus faldas.

     -Sí, qué desgracia- de nuevo el coro de voces desapasionadas.

     -Una enorme bestia que habita en el bosque y se alimenta de carne humana- continuó la que se hubiera autoproclamado portavoz.

     -¡Callad de una vez, gallinas cluecas! ¿No veis que asustáis a la chiquilla?- gritó un vinatero de edad madura señalando a la pequeña escondida en los pliegues de la gruesa falda de su madre-. ¡Y tú, la que tanto parlotea! No lleves a engaños a los presentes con seres místicos y extraños, pues la bestia de la que hablas y que ha acabado con esa joven vida, tiene dos piernas y pelos en el culo, como tú o como yo.

     Aquellas palabras no acallaron a las chismosas, sino que originaron un gran revuelo entre el gentío, asustado repentinamente ante la noticia de un asesino en el bosque vecino.  El hijo del carpintero aprovechó la confusión y el movimiento para avanzar y llegar, al fin,  junto a Annette, mujer de carácter sieso y desabrido que permanecía ahora, arrodillada en el mojado suelo, cabizbaja, húmedos los ojos, velando el cadáver de Marie, cuya palidez del lado izquierdo del rostro difería enormemente del matiz rojizo-morado del derecho, como si la hubieran molido a palos. Donatien se acercó a ellas y tragó ruidosamente la bola de baba que se le había formado en la garganta, mientras sus lágrimas, vertidas en silencio, se mezclaban, en sus no muy limpias mejillas, con las gotas de lluvia. La doncella de la princesa tendió su mano y agarró la suya para que se arrodillara a su lado. Rodeó sus hombros de niño, más niño ahora que nunca, reconfortándolo,  y, sin impedimentos,  ladeó él su cabeza apoyándola en el de Annette, sintiendo sus rubios y largos cabellos cosquilleando su nariz.

domingo, 4 de agosto de 2013


-33-

 

 

     La futura soberana ató su corcel en el lugar señalado, a pocos pies de la salida del bosque, donde el animal aguardaría, para no levantar sospechas, hasta que su guardia personal se ocupara de recogerlo al anochecer. Agazapada tras las ramas bajas de la primera línea de árboles, la muchacha observó, envueltos en una fina neblina, las torres y el adarve que las unía y aprovechó el instante en el que ninguno de los soldados miraba hacia su dirección para echar a correr hacia la pared fortificada. Allí, pegada la espalda a la roca, anduvo hasta la entrada secreta y empujó una de las piedras que formaban el muro hasta que cedió, deslizándose aquella suavemente hacia el interior. Una vez dentro del pasadizo, Madeleine volvió a cerrarla con cuidado de no hacer ruido, y siguió el estrecho camino hasta llegar a su dormitorio, agradablemente caldeado gracias a las llamas del hogar. Como siempre, su amada Annette no dejaba nada al azar.

      Se quedó en cueros tirando las mojadas vestimentas al suelo y lanzando los escarpines por el aire con la única ayuda de sus pies y se sentó después frente al tocador, cepillando su empapada mata de pelo negra mechón a mechón, antes de que los nudos se apoderaran de ella.

     -Sois una hermosa zorra, Madeleine- se dijo en voz alta, palpando su plano vientre sin dejar de admirar su imagen en el espejo-. Solo hace falta que el inocente Antoine no se dé cuenta de hasta qué punto.

 

 

    

    El príncipe Antoine miró por el ventanal de sus aposentos y la visión de la lluvia lo transportó a sus añoradas tierras de Levisoine, bordeadas al sur y al este por frondosos bosques y humedales, bañadas al norte y al oeste por un mar de aguas frías y vientos violentos, mensajero de implacables y constantes tormentas provenientes de Inglaterra que se dejaban morir en sus escarpadas y verdes costas.

     Se sentó en uno de los poyetes y pegó la espalda y la cabeza sobre el frío muro, alzando esta última para mirar, abatido, el techo abovedado pintado en grana y decorado con detalles dorados.

     -Ya queda menos- susurró mientras espiraba todo el aire de sus pulmones, meditando en lo cercano de las nupcias, de los festejos y, sobre todo, de la aparición inminente de sus progenitores-. Madre- una lágrima rodó por su mejilla derecha al pensar en ella y en la falta que le hacían sus abrazos tiernos y protectores. Al recordar a su padre, sin embargo, pasó instintivamente el dorso de la mano por el mojado rostro para retirar de él aquella marca de debilidad. Cuando lo tuviera delante, levantaría la cabeza bien alta por la hazaña conseguida al unir su reino con el de Mauban y enlazarse en matrimonio a una mujer de la hermosura y valía de la princesa Madeleine. Sonrió sin ganas. Sabía que su testa no permanecería demasiado tiempo erguida tratando de frente con su engendrador, quien a pesar de la gesta no tardaría en hacerlo sentir indigno y necio, como siempre había hecho.  

     Escuchó pasos aproximándose por el corredor, un breve cruce de palabras y  pasos que se alejaban. Se había producido el cambio de guardia. Cerró los ojos y respiró profundamente,  preguntándose si no sería Dashiell quien tras la puerta se hallaba y, de nuevo sintió nacer en su interior ese algo inexplicable que su custodio le transmitía cuando se encontraba a su lado, cuando sus manos tenían la fortuna de rozarse. Separó su espalda de la pared  abriendo los ojos al máximo y se miró la entrepierna, abultada en esa zona la saya que utilizaba para dormir. Se levantó azorado como siempre que le sucedía, odiándose por el comportamiento obsceno y poco cristiano de su cuerpo. Se apretó los testículos lo más fuerte que pudo hasta dañarse, hasta conseguir que su polla volviera a su estado de flaccidez, e intentó borrar de su mente al soldado, porque no era lo correcto para un príncipe, para un hombre, para el hijo de un semental con la potestad de desvirgar a todas las doncellas del reino llegado el momento.

     -¡Soldado!- exclamó poniéndose en pie, en tanto un joven custodio entraba en la estancia-¡Que venga mi escudero! ¡Presto!

     El soldado hizo una reverencia, cerró la puerta una vez hubo salido y el sirviente no tardó en llegar.

     -Ayudadme con los ropajes. Debo presentarme ante mi prometida.