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La dulce melodía de
las flautas de pico y traveseras, se mezclaba en armonía a los acordes de laudes y chirimías cuando Madeleine y Antoine,
la mano de ella apoyada sobre la de él, hicieran
acto de presencia ante el portón principal del castillo, arropados por los
vítores y brazos alzados de los presentes.
-Curiosa
mentalidad la de vuestro padre- susurró la reina a su futuro esposo, ladeando
la cabeza para hablarle al oído sin dejar de saludar a su enorgullecido pueblo.
-¿¡Mi padre!?-
preguntó el príncipe alzando la voz, para bajarla de inmediato al percatarse de
dónde se hallaba- ¿Acaso ha tenido la desfachatez de visitaros? ¿A vos, mi
reina? - sus mejillas enrojecieron ante aquella falta de educación de su
progenitor, que ni en tierra ajena había sido capaz de guardar las formas.
-Calmaos, mi
prometido, puesto que Léonard de Levisoine quedó de sobra advertido sobre quién
pone las normas en Mauban- Madeleine se puso de puntillas y besó el rostro del hermoso
y rubio muchacho entre los gritos enardecidos del gentío.
-Maldigo al
creador de estos aburridos desfiles- murmuró Annette para que solo Dashiell, que caminaba a su lado, pudiera escucharla.
-No más que yo-
dijo él sin romper la cadencia de sus pasos y retirando con el dorso de la mano
el sudor que perlaba su frente-. Con que
placer bebería ahora una fría cerveza.
-¿Solo una?- la
doncella lo miró desafiante-. Yo desearía emborracharme hasta perder el sentido,
con el fin de no sufrir estos tediosos festejos.
El caballero sonrió
y aprovechó que el cortejo cruzaba bajo una pasarela para hacer un gesto a uno de
sus soldados, que de inmediato lo relevó en su posición. Agarró entonces a
Annette por la mano y la instó a salir corriendo hacia la derecha, por una
estrechísima calleja formada por sendos edificios de paredes desnudas y
agrietadas.
-¿Dónde me
lleváis?- preguntó ella divertida.
-A un lugar
perfecto donde poder complaceros- dijo él, al tiempo que volvían a girar a la
derecha, saliendo a una calle más amplia y de poco movimiento-. Aquí es.
La doncella esbozó
una sonrisa al verse ante la taberna. Tiró hacia abajo de su vestido hasta
dejar al aire los hombros y el canal entre sus redondos pechos, se quitó el
tocado y revolvió sus rubios cabellos hasta parecer algo desaliñada.
-¿Mejor para
nuestro impío propósito?
-Mejor, aunque incluso
luciendo vuestros lozanos senos y con los cabellos revueltos, continuáis
pareciendo una hermosa dama- declaró él,
mirando fijamente aquel pálido rostro de mejillas sonrosadas, que en nada podía
compararse con las pieles ajadas de mujeres menos favorecidas socialmente.
-Lo sé, hermosa hasta
la saciedad- se adentró en el oscuro local seguida por Dashiell-. Pero no os
encaprichéis de mí, custodio, pues detestaría haceros daño- continuó diciendo,
con el tono más seco y engreído que pudo encontrar en su repertorio, evitando
dar muestras de que era ella, y no al contrario, quien bebía los vientos por
él.
En el interior de
la taberna el aire era pesado y rancio, una mezcla de cerveza, vino, sudor y vómito que creaban un nuevo y repulsivo olor
para Annette, quien tapó sus fosas nasales sin disimulo, concentrada en evitar
una segunda arcada.
-No os preocupéis,
tras un par de tragos no percibiréis el hedor- el soldado acarició su espalda
con la palma de la mano.
-Quel bon vent!- exclamó una de las rameras que,
con cara aburrida, empinaba el codo a la espera de cualquier cliente que
llenara de escudos su bolsa. Se colgó del cuello del caballero aplastando sus grandes tetas contra el pecho
de él-. ¡Dichosos los ojos! - giró la cabeza para mirar con desprecio a
Annette-. Por lo que veo, vienes acompañado- pareció meditar unos instantes-. No importa, pero eso te resultará más caro.
Antes de que él pudiera
contestar, la doncella, agarrándolo por el brazo, lo llevó hasta la barra,
donde el tabernero se afanaba en limpiar unas jarras con un trapo tan sucio que
no se adivinaba su verdadero color.
-Dos jarras de
cerveza- pidió, dejando una moneda de oro sobre el mostrador.
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