sábado, 28 de septiembre de 2013


-40-

 

 

 

   La dulce melodía de las flautas de pico y traveseras, se mezclaba en armonía a los acordes de  laudes y chirimías cuando Madeleine y Antoine, la mano de ella apoyada sobre la de él,  hicieran acto de presencia ante el portón principal del castillo, arropados por los vítores y brazos alzados de los presentes.

     -Curiosa mentalidad la de vuestro padre- susurró la reina a su futuro esposo, ladeando la cabeza para hablarle al oído sin dejar de saludar a su enorgullecido pueblo.

     -¿¡Mi padre!?- preguntó el príncipe alzando la voz, para bajarla de inmediato al percatarse de dónde se hallaba- ¿Acaso ha tenido la desfachatez de visitaros? ¿A vos, mi reina? - sus mejillas enrojecieron ante aquella falta de educación de su progenitor, que ni en tierra ajena había sido capaz de guardar las formas.

     -Calmaos, mi prometido, puesto que Léonard de Levisoine quedó de sobra advertido sobre quién pone las normas en Mauban- Madeleine se puso de puntillas y besó el rostro del hermoso y rubio muchacho entre los gritos enardecidos del gentío.

 

 

 

 

     -Maldigo al creador de estos aburridos desfiles- murmuró Annette para que solo Dashiell,  que caminaba a su lado, pudiera escucharla.

     -No más que yo- dijo él sin romper la cadencia de sus pasos y retirando con el dorso de la mano el sudor que perlaba su frente-.  Con que placer bebería ahora una fría cerveza.

     -¿Solo una?- la doncella lo miró desafiante-. Yo desearía emborracharme hasta perder el sentido, con el fin de no sufrir estos tediosos festejos.

     El caballero sonrió y aprovechó que el cortejo cruzaba bajo una pasarela para hacer un gesto a uno de sus soldados, que de inmediato lo relevó en su posición. Agarró entonces a Annette por la mano y la instó a salir corriendo hacia la derecha, por una estrechísima calleja formada por sendos edificios de paredes desnudas y agrietadas.

     -¿Dónde me lleváis?- preguntó ella divertida.

     -A un lugar perfecto donde poder complaceros- dijo él, al tiempo que volvían a girar a la derecha, saliendo a una calle más amplia y de poco movimiento-. Aquí es.

     La doncella esbozó una sonrisa al verse ante la taberna. Tiró hacia abajo de su vestido hasta dejar al aire los hombros y el canal entre sus redondos pechos, se quitó el tocado y revolvió sus rubios cabellos hasta parecer algo desaliñada.

     -¿Mejor para nuestro impío propósito?

     -Mejor, aunque incluso luciendo vuestros lozanos senos y con los cabellos revueltos, continuáis pareciendo una  hermosa dama- declaró él, mirando fijamente aquel pálido rostro de mejillas sonrosadas, que en nada podía compararse con las pieles ajadas de mujeres menos favorecidas socialmente.

     -Lo sé, hermosa hasta la saciedad- se adentró en el oscuro local seguida por Dashiell-. Pero no os encaprichéis de mí, custodio, pues detestaría haceros daño- continuó diciendo, con el tono más seco y engreído que pudo encontrar en su repertorio, evitando dar muestras de que era ella, y no al contrario, quien bebía los vientos por él.

     En el interior de la taberna el aire era pesado y rancio,  una mezcla de cerveza, vino, sudor  y vómito que creaban un nuevo y repulsivo olor para Annette, quien tapó sus fosas nasales sin disimulo, concentrada en evitar una segunda arcada.

     -No os preocupéis, tras un par de tragos no percibiréis el hedor- el soldado acarició su espalda con la palma de la mano.

      -Quel bon vent!- exclamó una de las rameras que, con cara aburrida, empinaba el codo a la espera de cualquier cliente que llenara de escudos su bolsa. Se colgó del cuello del caballero  aplastando sus grandes tetas contra el pecho de él-. ¡Dichosos los ojos! - giró la cabeza para mirar con desprecio a Annette-. Por lo que veo, vienes acompañado- pareció meditar unos instantes-.  No importa, pero eso te resultará más caro.

     Antes de que él pudiera contestar, la doncella, agarrándolo por el brazo, lo llevó hasta la barra, donde el tabernero se afanaba en limpiar unas jarras con un trapo tan sucio que no se adivinaba su verdadero color.

    -Dos jarras de cerveza- pidió, dejando una moneda de oro sobre el mostrador.

domingo, 22 de septiembre de 2013




-39-

 

 

     Apoyados los codos en el alfeizar de la ventana de su dormitorio, disfrutaba Bastien, como buen mercader, del movimiento que llenaba las calles de Foix aquel decimocuarto día de octubre, encumbrado el cielo por un sol tan radiante que parecía brillar por las buenas nuevas llegadas desde su villa natal.

     Se giró en redondo al abrirse de golpe la puerta de la estancia y vio entrar a  Khalia, cabello suelto, negro, rizado y largo hasta la cintura, labios gruesos  tan rojos como la sangre, párpados tiznados allá donde echaban raíz las pestañas y más verdes que nunca sus profundos y salvajes ojos almendrados. Se abalanzó sobre él, que tuvo el tiempo justo para sujetarla por las nalgas antes de chocar con la pared, mientras se colocaba ella a horcajadas a la altura de su cintura con la agilidad propia de una pantera de Bahr Negash, lugar desde donde huyera a Al-Qãhira, como llamaba ella a El Cairo en su árabe natal, para partir de su importante puerto hasta costas francas en un barco mercante a cambio de dispensar favores sexuales al contramaestre de la embarcación, acabando finalmente en tierras lejanas al mar, convertida en la mujer del suertudo e imbécil de Hyppolitte.

      -Algún día tu marido nos sorprenderá- dijo acariciando sus suaves e interminables piernas caoba, para volver a las nalgas, cubiertas tan solo por la ligera falda.

    -¿Sorprendernos Hyppolitte?- Khalia se rio echando el cuerpo hacia atrás, completamente estirado su largo y  esbelto cuello, casi barriendo el suelo con la cabellera y apoyado su sexo rosado y jugoso sobre el abdomen desnudo de él.

     Bastien la sujetó contra el marco de la ventana abierta, sacó su miembro  y se la benefició sin preámbulo alguno, con la emoción de poder llegar a ser vistos por los vecinos de Foix que atestaban las rúas. En uno de los embistes, empujó Khalia uno de los floridos tiestos que adornaban la ventana y calló éste al suelo con gran estrépito, justo ante las narices de Hyppolitte, que  en aquel momento volvía del mercado. El hombre miró hacia arriba, hacia la ventana del peregrino.

    -¡Extranjero, tened cuidado¡ ¡Casi me abrís la cabeza de un tiestazo!

     Bastien asomó la mano haciendo un ademán y pidió disculpas a su casero con la voz entrecortada por la excitación de su miembro a punto de escupir.

     Hyppolitte entró con su zambo caminar en la vivienda, vivamente enojado con el torpe viajero por haber estropeado una de aquellas plantas que con tanto mimo cuidaba su bella y amante esposa.




domingo, 15 de septiembre de 2013





-38-

 

 

     -¡Soy Yannick!- gritó el herrero a pleno pulmón, aporreando con los nudillos la puerta de sus vecinos con una impaciencia que rara vez se adueñaba de él-. ¡Voy a entrar!- tiró del pomo sin que la puerta cediera-. Maldita sea- masculló el hombre mirando nervioso la vacía aldea, mientras su mente se divertía recomponiendo las imágenes de su regreso del campo de batalla años antes, el aciago día en que encontrara su casa cerrada a cal y canto desde dentro y a su esposa e hijos, sin vida, en el interior. Se acercó entonces a unos de los postigos cerrados y escudriñó entre las rendijas de las contraventanas, esperando ver los cadáveres descompuestos de sus amigos tirados ante él. En su lugar, vio una sombra-. ¿Juliette?- trató de reconocerla, pero los pequeños resquicios entre los listones de madera y la falta de luz lo imposibilitaban-. ¿Estáis bien?

     -Si- contestó la muchacha próxima al hueco de la ventana-. Estamos bien- hizo una larga pausa-.  Pero mis padres no están. Fueron temprano a la ciudadela.

     -¿Con todos tus hermanos y con tu madre a punto de parir?- fue respondido por un sí apenas audible-. Harto extraño me resulta que no me pidieran acompañarles y no haberlos  oído ni visto pasar en dirección a Mauban- dijo recordando la escandalera que aquella tropa de diez  infantes armaba allá donde iban.

     -Padre no querría molestarte sabiéndote tan ocupado desde que eres empleado de la casa real. Seguro que tomaron un atajo para no distraerte de tus labores.

     -¿Y a ti no te apeteció acompañarlos?

     -Me sentía… ¡Indispuesta!- acertó a decir ella, como si se le acabara de ocurrir.

     -Está bien- el herrero se giró en redondo no muy convencido-. Pero cuando llegue tu padre, no olvides decirle que he estado y que mañana vendré de nuevo para que hablemos.

     Yannick se alejó de la vivienda sin poder quitarse de encima aquella sensación de desazón que continuaba carcomiéndolo.

 

 

 

 

     Godet observó el paso seguro del herrero mientras se alejaba de la casa y dejaba la villa. Una vez perdido de vista se giró hacia Juliette, que acurrucada en el suelo, cerca del hogar,  lloraba desesperadamente mientras con las manos cubría su esquelético rostro.

     -Pequeña- el obispo Godet, cojeando, se acercó a la niña y se sentó a su lado rodeándola con el brazo, intentando ella zafarse de aquella garra que apresaba su huesudo hombro-, no llores- la miró con la compasión de un anciano cura-. Por las palabras que de vuestras bocas he escuchado, doy por hecho que es por él por quien tanto suspiras,  ese a quien te entregarías en cuerpo y alma. ¿Me equivoco?

     Azorada por aquel secreto confesado en un momento de debilidad y sintiendo el ardor enrojecido de sus mejillas, intentó Juliette ocultar su vergüenza agachando la cabeza, mas el obispo se la alzó hasta estar enfrentados sus ojos, sujetándole la mandíbula inferior entre el pulgar y el índice, llegando a  hacerla llorar de dolor.

     -Sí, es él- balbució la jovencita entrecortadamente, prefiriendo contestar a padecer su ira.

     -Pues hazme caso y no sufras por  un hombre fuerte y varonil como ese, al que dudo le guste una chiquilla flacucha como tú- soltó su rostro con desprecio y se levantó-. Será de los que prefieren a esas rameras de tetas grandes y culos grasientos que logran satisfacer cuantos vicios les son propuestos- escupió al suelo.

    -¡No! ¡Yannick no es de esos!- gritó Juliette indignada, recordando a la esbelta mujer con la que lo vio yacer en plena herrería.

     -¿Acaso te lo ha contado?- el párroco lanzó una risotada.

     -Lo vi- susurró ella apesadumbrada-. Uno o dos días antes de la muerte del rey.

     -¿Que lo viste?- Godet se acercó de nuevo a la muchacha, deseoso de conocer aquella interesante historia que seguro haría empalmar su verga, como las sucias confesiones de los feligreses lo hacían. Volvió a sentarse junto a ella y escuchó atentamente la narración, mientras una amplia sonrisa dichosa se adueñaba de sus mejillas secas y arrugadas.

domingo, 8 de septiembre de 2013



-37-

 

 

      Reflejada en el espejo del tocador, miraba embelesada Madeleine la sutileza y  habilidad con que una de sus doncellas le colocaba el tocado ceremonial de su difunta madre, cuando la puerta de sus aposentos se abriera violentamente, irrumpiendo en la estancia un hombre cetrino de sorprendente altura, barbas y greñas grasientas y voluminosa barriga, que portaba en su diestra una jarra de la que no paraban de derramarse, con cada uno de sus torpes e inclinados pasos,  hilillos de dorada cerveza.

     -Futuro suegro- la reina se giró de nuevo hacia su reflejo, sin disimular la desidia en su voz,  e hizo un gesto para que la doncella abandonara el dormitorio-. Debe ser importante lo que venís a decir, si no habéis dudado en molestarme instantes antes del primer acto de los esponsales entre vuestro hijo y mi persona.

     Léonard de Levisoine arrastró la pastosa lengua por su labio inferior, intentando construir una serie de palabras con significado.

     -Vengo a por lo que me corresponde- dijo al fin, alzando la jarra y tirando al suelo la mitad de su contenido.

     Madeleine se carcajeó y se levantó del taburete.

     -Así que mis espías no mentían. Poseéis a cuantas mujeres habitan en Levisoine- se aproximó al gigante y el olor a sudor que desprendía la hizo retroceder con el dorso de la mano cubriendo su nariz-. ¡Por Dios, apestáis! ¡Desdichadas las muchachas por vos desvirgadas!

     El monarca, tambaleante, llegó hasta el tocador y, con un golpe seco, dejó el recipiente de plata sobre la superficie, encarándose a su futura nuera.

     -¡Soy rey y varón y, como tal, es mi derecho desde que nací!- las resbalosas palabras finalizaron con un eructo pestilente. Dejó la jarra y sacó la verga por la parte superior de las calzas-. No perdamos tiempo. Levantaos las faldas, abríos de piernas y en breve habremos terminado.

     -No solo estáis borracho, sino que además deliráis. Envainad vuestra arma y comportaos como un buen invitado, para que así mismo, pueda ser yo buena anfitriona. Estáis en mi casa, en mi reino y aquí se cumplen mis leyes.

     -Pero no podéis impedirme conocer a quien se convertirá en esposa de mi hijo y madre de mis nietos. ¡Debo comprobar vuestra valía!- el hombre se aproximó a Madeleine con el miembro cimbreante, limpiándose los espumarajos que manchaban su negra barba.

     -Acercaos solo un paso más y os dejaré la polla tan maltrecha que no volveréis a conocer mujer alguna el resto de vuestra penosa vida.  Tened por seguro que si  quisiera que me poseyerais nadie me lo impediría, ni siquiera vuestro hijo- a pesar del hediondo aliento del hombre, la reina le hizo frente-.  Pero jamás me acostaría con alguien que huele peor que un cerdo.

     Léonard de Levisoine frunció el ceño, uniéndose ambas cejas en una sola y súbitamente comenzó a reír estruendosamente, al tiempo que propinaba dos manotazos sobre la espalda de la muchacha.

     -Tenéis más pelotas que muchos hombres con los que haya luchado- se olió los sobacos-. ¡Madre de Dios, teníais  razón! ¡Apesto! No me extraña que a mi reina le importe poco con quien me acueste mientras no  yazca junto a ella- y salió de la estancia sin parar de carcajearse.

domingo, 1 de septiembre de 2013

36


-36-

 

 

     Las calles de la fortaleza se habían llenado del bullicio y la alegría precedentes a cualquier enlace real que se preciase en aquellos tiempos. Maubanenses de toda la región habían llenado posadas, colmado albergues para peregrinos y ocupado cualquier alojamiento que pudiera utilizarse durante los tres días que duraran los esponsales entre la reina Madeleine de Mauban y el príncipe Antoine de Levisoine.

     Donatien miraba en todas direcciones con los ilusionados y atentos ojos de un niño, extasiado por todo aquel movimiento de sus vecinos corriendo de un lado a otro, dando los últimos retoques a aquellas rúas por las que aquella misma mañana, víspera del idus de octubre, pasaría la comitiva real encabezada por los prometidos. Se detuvo en una de las callejas laterales y observó que, al igual que en el resto de la villa, también las ventanas de aquellas viviendas se habían adornado con decenas de elaboradas guirnaldas de flores silvestres recién cortadas, que coloreaban aquel mundo casi siempre gris. El mozo echó una rápida mirada a su alrededor, corrió hacia un bajo balcón y, encaramándose a la balaustrada,  cogió un hermoso bouquet metido en agua que pronto alguien echaría en falta. Huyó sin esconderlo  y salió de la fortaleza esquivando a la multitud que no dejaba de llenar la plaza, colocándose donde ordenaban los soldados. Subió la pequeña colina lindante al este con los muros defensivos de piedra y vio las obras paradas de lo que a la larga sería la nueva iglesia de Mauban, la que se llamaría Sainte Marie des Innocentes, tras la desaparición del obispo Godet  y con el convento reducido a una montaña de escombros y cenizas.

      -Sainte Marie, mère de Dieu, sanctifié soit ton nom…- comenzó a rezar el muchacho frente a una de las lápidas más recientes, se santiguó, se arrodilló en la hierba fresca  y  colocó las  flores sobre la tumba-. J’espère qu’elles te plaisent.

     -Seguro que a Marie le habrían complacido- dijo Dashiell desde un promontorio de piedra del que bajó de un salto sacudiéndose, acto seguido, la parte trasera de sus engalanadas vestimentas, para posteriormente acoger en el pecho al mozuelo cuando éste se le abalanzara propinándole un fortísimo abrazo-. Vaya Natien, cada día estás más fuerte… y más ágil- añadió mirando por encima de su hombro el bello ramo de flores que descansaba sobre la tumba-. ¿A quién se  lo has robado?

     El hijo del carpintero agachó la cabeza y sus orejas  enrojecieron por pura vergüenza.

     -Tranquilo, no voy a delatarte- le revolvió los cabellos-.  En la fortaleza hay hoy muchas flores, demasiadas, y estas habrían hecho feliz a Marie- el custodio le propinó un poderoso manotazo en la parte baja del cuello, y tosió para disimular  el quiebre de su voz  tras pronunciar aquel nombre-. Vamos, los festejos no tardaran en comenzar-  y ambos caminaron  hacia el portón cuando el primer aviso de cornetas se expandía aún por el aire.

 

 

 

 

     Yannick se  despojó  del sucio delantal  y utilizó el viejo balde de madera medio podrida de la herrería para quitarse la mugre de cara y manos. Apagó la fragua y escuchó los primeros acordes de las cornetas entre el siseo del suave viento. Estaba preocupado, carcomidas las entrañas por una angustia exacerbada que le impedía pensar con claridad. Pero aunque al principio lo creyera, no era por Madeleine, no. Ni tampoco por su inminente y asumido matrimonio. El motivo de la desagradable sensación de desazón que ungía sus tripas era Juliette, a la que no había vuelto a ver desde aquella tarde de seis días antes.

 

 

 

    

     -¡Caballero!- Annette corrió hasta él con las ensordecedoras notas de las segundas cornetas acompañándola- ¿Dónde os hallabais? El desfile está a punto de comenzar y pensaba que mi pareja no aparecería- lo sujetó por el codo y ambos avanzaron entre el gentío.

     -Siento la tardanza, pero…- dijo el joven custodio aminorando el paso, haciendo que la doncella se girara para observarlo de frente-…tuve que detenerme en numerosas ocasiones a satisfacer a las mujeres que se abalanzaban excitadas sobre mí.

     El serio semblante del soldado la hizo sonreir.

     -A pesar de los últimos sucesos, me alegra constatar que seguís siendo un bufón.
















SEGUNDA PARTE

 

Las Nupcias