lunes, 16 de diciembre de 2013


-49-

 

 

    Sesgando la vida de cualquiera que se interpusiera en su camino en aquella matanza indiscriminada, sobre sus monturas cubiertas por gualdrapas, tomaron las calles de Foix los cruzados, estandartes de Beaussant y lanzas en alto.

     Sin tiempo para reaccionar, Hyppolyte corrió hacia ninguna parte chocando con sus paisanos, pisando cuerpos que en el suelo se retorcían malheridos, huyendo de aquellos hombres acorazados y santos, cuyas almas eran tan rojas, como las cruces que a la altura del pecho adornaban sus mantos blancos. Entonces divisó su hogar, con las hermosas y coloridas flores de Khalia embelleciendo las ventanas. Khalia. Aceleró la carrera preguntándose dónde se hallaría su amada esposa, si habría tenido tiempo de ocultarse o si, por el contrario, habría salido en su busca, atemorizada por su suerte.

     Haciendo verdaderos esfuerzos por esquivar a los soldados de ´Roma, el hombre llegó por fin hasta los escalones de su porche, los ascendió y entró en la vivienda. Vacía. Nadie. Ni rastro de Khalia, ni del mercader extranjero.

     - ¡Khalia!- gimió asustado, lagrimeando, embargado por una soledad tan hondamente sentida, que lo hizo acurrucarse en un rincón de la habitación, como si de un niño de teta se tratase.

     De repente, el exterior se llenó de galopes, de voces como rugidos. Hyppolyte se arrodilló, gateó hasta la pared y, escondido tras las macetas de cerámica, se asomó a una de las ventanas de la planta baja. 

    -¡No! ¡No!- gritó lleno de pánico, cayendo al suelo de nalgas y reptando hacia atrás hasta chocar su espalda contra las patas de una silla-. No puedo morir sin recibir el consolamentum- y cubrió la cara entre sus manos temblorosas, ocultándose del soldado de rostro barbudo salpicado de sangre, que lo miraba fijamente y sonriendo desde el otro lado de la ventana, sujeta en su peluda mano una antorcha prendida.

      

 

    

 

 

    La jaqueca de Yannick, aquel golpeteo regular, abrumador y eterno, aumentaba con cada lento paso que daba camino a la herrería. Su mente, esa a la que había tratado de enseñar a no pensar, a no recordar, trabajaba ahora a destajo, mostrándole un millar de imágenes que no alcanzaba a comprender y que, no obstante, habían sucedido. Los niños. Los pobres niños. Colocados uno encima de otro como fardos, sus caritas y cuerpos, normalmente famélicos, hinchados por la putrefacción. Su madre, preñada de nueve meses, abierta en canal y ensangrentada, abrazada a una preciosa niña nonata a la que todavía permanecía unida por el cordón umbilical. El padre, su buen amigo, atado a una silla, marcadas sus muñecas por profundas heridas causadas al intentar zafarse de las ligaduras, mientras miraba, impotente, al depravado que acababa con su familia. Y Juliette. La enfurruñada Juliette con la que ayer mismo había hablado cuando los demás eran ya cadáveres, a la que aquel malnacido  había golpeado, forzado y tirado después al suelo como un desperdicio, queriendo despojarla así del  valor, del orgullo y del honor  que tuviera en vida.  

     -¡Bastardo!- se detuvo en el lateral del camino, se arqueó hacia delante, apoyó las manos sobre los muslos y vomitó, siendo bilis lo único que saliera por su boca. Escupió unos amargos espumarajos, limpió sus labios con el dorso de la mano y continuó la marcha hasta llegar a su morada, donde se dirigió al dormitorio, se quitó el calzado y se metió en el lecho sin desprenderse de los ropajes, ni del triste recuerdo de catorce muertes sin sentido.

 

 

 

 

     -Khalia, no puedo respirar- dijo Bastien agarrándose a una roca, encorvado y sin poder parar de toser-. Me ahogo.

     -Aguanta la respiración- la joven rasgó la parte inferior de su falda, e hizo de ella tres jirones, dos de los cuales empapara en agua de la tinaja-. ¡Toma! ¡Tápate nariz y boca!- dijo entregándole el pedazo de tela mojada y cubriéndose ella misma con la otra.

    -Si no salimos de aquí, moriremos asfixiados- jadeó con voz gutural el mercader a Khalia, que en cuclillas, manipulaba casi a ciegas el contenido de su hatillo, mientras el blanco y espeso humo los envolvía rápidamente.

     -Aguarda aquí- sin esperar respuesta, la muchacha salió corriendo de la gruta, bien cubiertos sus orificios respiratorios por el trapo, entrecerrados los ojos para que las cenizas y brasas que danzaban a su alrededor no los cegasen. Fuego. Miró en torno a ella, parpadeando ante la luz de las llamaradas. Foix ardía. Su casa. Su maravillosa casa, las de los vecinos, todas ennegrecidas y reduciéndose  a escombros ante su perpleja mirada. Qué más daba, era su sino. Otro hogar arrasado, otra nueva vida truncada. La lucha por la supervivencia continuaba. Resignada dio media vuelta, cogió un  grueso palo del suelo, lo envolvió con el jirón de falda previamente engrasado con el sebo que llevaba en el hatillo y lo prendió juntándolo a las llamas que surgían de su hogar, de lo que aún quedaba de su fachada. La improvisada antorcha ardió de inmediato y la belleza africana corrió hacia la estrecha abertura de la gruta, antes de que la pared de atrás de su vivienda se desplomara y la tapara.

     -¡Estamos atrapados!- Bastien corrió al lugar donde las piedras habían caído-. ¡Vamos a morir! ¡No hay salida!

     -¡Por aquí!- exclamó ella lanzándose a correr por las galerías serpenteantes que se extendían bajo la colina sobre la que se asentaba el castillo y él, sin dudarlo un solo instante, la siguió cargado con todas sus pertenencias.

     -¿Dónde estamos?- preguntó Bastien cuando llegaron a un espacio más abierto, como un hermoso salón del trono decorado con grandiosas estalactitas y estalagmitas amarillentas que brillaban bajo la luz de la antorcha-. ¿Qué es eso?- ambos se acercaron a una de las paredes.

    -Parecen los dibujos de un niño- dijo ella tocando la fría y resbaladiza piedra a la altura de aquellos infantiles trazos rojos, que simulaban la caza de un enorme bisonte por unos hombrecillos armados con lanzas.

lunes, 9 de diciembre de 2013


-48-

 

 

     Philippe de Lévisoine irrumpió en los aposentos de su vástago y cerró la puerta de golpe.

     -Joven Dashiell- colocó una mano en su hombro, cuando el custodio se disponía a abandonar la estancia para dejarlos hablar a solas-, no es necesario que os marchéis. Sé cuánto le gusta  vuestra  compañía a mi hijo- inclinó la cabeza y contempló con detenimiento sus nalgas redondeadas y firmes, cubiertas por las calzas.

     -¡Padre!- dijo Antoine con las mejillas enrojecidas, avergonzado ante la sola idea de que su mano derecha se percatara de la verdad que ocultaban las  insinuaciones de su progenitor.

     -No seas mojigato- el monarca se acercó a su heredero y le propinó un par de palmadas en el lateral del cuello-. Ahora que has conseguido el trono de Mauban, a nadie le importa dónde metas la polla.

     -Pero, ¡padre! ¡Os confundís!

     -¡Bah! Tonterías- hizo un aspaviento con la mano, quitando importancia al comentario, y se sentó en un sillón-. Por cierto. No sé qué mosca le habrá picado a tu madre- se rascó la entrepierna-. Desea partir de inmediato a nuestro reino, sin que los festejos hayan aún finalizado.

     -Puedo imaginar el motivo- el nuevo rey de Mauban se sentó frente a él-. Ayer noche, en plena disputa con Madeleine, madre se interpuso entre nosotros y le propiné tal bofetada, que sus costillas dieron con el suelo- dijo altivo ante la enorgullecida mirada de su padre, que aplaudió lentamente en tres ocasiones, con una sonrisa de oreja a oreja.

     -Por fin has comprendido cómo debe tratarse a las mujeres- haciendo un esfuerzo descomunal, el corpulento monarca se levantó del asiento, se aproximó a Antoine y apoyó las manos sobre sus hombros, cargando en ellos todo su peso-. Ellas son escoria, hijo mío, inmundicias que solo sirven para darnos descendencia y placer cuando nosotros lo exigimos y que, cuando ya no sirven, dejamos a un lado para  buscarnos a otra más joven, más hermosa, de tetas más grandes o  cuyo coño pueda albergar un cirio tan gigantesco, que encendido alumbre todo el salón del trono.

     -Alteza, ¿cómo podéis decir tantas palabras desafortunadas en una misma frase?- Interrumpió Dashiell con los puños apretados, horrorizado por aquellos irrespetuosos y zafios comentarios.

     -¡Ah!, lo lamento, es cierto- se disculpó con torcida sonrisa el rey de Lévisoine-. En el caso de hombres de gustos desviados como vosotros dos, descendencia sería lo único que esas perras podrían ofrecer- y diciendo esto, del mismo modo que había llegado, se fue.

     -Antoine, ¿qué os ocurre? ¿En qué os estáis convirtiendo? ¿Acaso ahora admiráis las malas formas y los maltratos de vuestro padre?

     -¿Habéis visto sus ojos, su orgullo en la mirada?-dijo el rey, aquel muchacho, arrebujado en el sillón.

     Dashiell lo había visto, sí, del mismo modo que contemplaba ahora su vidriosa y perdida mirada, su extraña y temblorosa sonrisa, como la de un niño que, por primera vez, descubre que es amado por su padre.

     -¿Orgullo, porque hayáis pegado a vuestra propia madre, a mi reina?- Dashiell se detuvo junto al sillón, sin quitar la vista de los ojos asustadizos de su monarca y amigo-. Eso no es algo que debiera proporcionar orgullo, sino lástima, porque demuestra vuestra debilidad y cobardía, la misma de la que vuestro padre siempre ha hecho gala- negó con la cabeza, apesadumbrado-. No os reconozco- le dio la espalda y, en pocos pasos, cruzó la estancia y abrió con ímpetu la puerta, bajo cuyo umbral se detuvo.

    -¿Dónde vais soldado?- el rey se levantó de un salto con rostro compungido, temeroso de perder su tesoro más preciado-. Aún no  he dicho que podáis retiraros.

     Dashiell se giró y lo miró fijamente a los ojos, azul contra azul.  

     -Voy a ocuparme de mi reina, para que pueda partir lo antes posible hacia Lévisoine.

     -Pero no, no puedes dejarme solo, yo…, yo no he dicho que puedas marchar- tartamudeó Antoine.

     -¿Acaso  me lo vais a impedir? ¿Me pegaréis como a vuestra esposa y a vuestra madre? O mejor aún, ¿llamaréis a mis soldados para que me retengan mientras me sodomizáis?-dio un paso hacia él y el rey retrocedió asustado-. Dudo que tuvierais el valor necesario para emprender cualquiera de esas acciones, con ayuda o sin ella- el caballero se giró en  redondo y salió al corredor sin mirar atrás, sin volverse para observar el rostro encendido de su señor, inmóvil en medio de sus aposentos, temblando de pies a cabeza por la rabia, odiándolo con todo su ser y amándolo sin poder evitarlo.

domingo, 1 de diciembre de 2013


-47-

 

 

     -¿Los cruzados?- Bastien se acercó a Khalia, que continuaba amontonando alimentos.

     -Sí, los mismos- la mujer alzó las cuatro puntas del pañuelo, las anudó y levantó la mirada para fijarla en la de Bastien-. Uno de nuestros soldados ha muerto en mis brazos- le mostró las manos y las mangas ensangrentadas- y, entre los estertores de la muerte,  tiempo ha tenido de narrarme cómo, mientras él y los suyos realizaban maniobras en un terreno quebrado, los enviados del Papa les  tendieron una emboscada. Y ahora se dirigen aquí, dispuestos a acabar con los cátaros.

     -Ni tú ni yo somos cátaros, ¿por qué huir?

     Khalia rio a carcajadas y después acarició el mentón barbudo del mercader.

     -Ellos no van a preguntar. Matarán a cualquiera que se cruce en su camino, en nombre de su Dios.

     -Pero, debemos avisar a los otros.

     -Ya es tarde- ella cogió un cántaro de agua bajo un brazo y lanzó el hatillo contra el pecho de Bastien-. O ellos, o nosotros- y salió corriendo de la morada sin mirar atrás.

     El maubanés la siguió sin dudarlo y vio que rodeaba la vivienda. De pronto, recordó el dinero que guardaba en su dormitorio, la fortuna que el obispo Godet le hubiera entregado y, sin desprenderse del hatillo, se giró en redondo, volvió a entrar en la casa, corrió escaleras arriba y entró en sus aposentos. Abrió el primer cajón de la apolillada cómoda y, al fondo, encontró la bolsa en la que se hallaba su pequeño  tesoro. La tomó y cuando se disponía a salir del cuarto, se acercó al lecho y, de debajo de la almohada, cogió el fragmento de libro que hasta aquel tramo del viaje lo hubiera conducido. Entonces bajó los escalones de tres en tres, trastabilló en el último de ellos y cayó al suelo estrepitosamente, pero el escándalo proveniente de las puertas de la muralla, los gritos, los relinchos, los choques de hierros, lo hicieron alzarse de inmediato y correr hasta la parte trasera de la posada, como si la vida le fuera en ello. Sin embargo, allí detrás no había ni rastro de Khalia, solo roca y más roca.

     -Khalia, mi vida- susurró sin atreverse a elevar la voz-. Khalia.

     Se quedó plantado allí mismo, con el hatillo, el libro y su fortuna colgando de sus manos, sin saber qué hacer, cuando de una hendidura camuflada en la colina de roca que sostenía el pequeño castillo de Foix,  apareció el moreno rostro de su amante.

         

 

      Los hombres del alguacil trabajaban afanosamente, rodeados por un corro de gentes de Passan que observaban su tarea en solemne silencio. A un lado de la puerta de la vivienda, Yannick los contemplaba sin estorbar, con los ojos llorosos, viendo cómo entraban de manos vacías y salían con uno de los cuerpos, cómo volvían  a entrar y a salir con otro más, a entrar y a salir, y así, una y otra vez, una y otra, hasta cargar por completo el carro de bueyes que  llevaría  los cadáveres hasta Mauban, donde se les realizaría  un examen exhaustivo con el fin de averiguar más sobre sus violentas muertes y acerca del autor de las mismas.

      El carruaje se puso en marcha y ninguna campana resonó para ahuyentar los demonios de aquella casa. Y sin embargo, no hacía falta, puesto que aquel que la hubiera morado, lejos se hallaba.

 

 

 

   La sombra renqueante del obispo Godet se movía con lentitud por el espeso bosque que se extendía desde la villa de Passan a la montaña Negra. Tosió. Llevaba andando toda la jornada y la humedad de aquella profunda arboleda, a la que la noche había llegado prematuramente y sin previo aviso, había atenazado su garganta como una zarpa de oso a su presa. Volvió a toser y echó un esputo verdoso sobre la hojarasca amarillenta. Entonces, tratando de recuperar el resuello, el viejo se apoyó en la corteza resinosa de un grueso árbol y se dejó caer sobre sus raíces, que salían a la superficie en forma de asiento. Allí recostado, sus ojos se fueron cerrando y quedó  profundamente dormido, hasta que un ruido a su lado lo despertara de manera repentina, encontrando de pie ante él dos figuras, dos hombres, sendos bandidos de barbas crecidas, rostros malvados y ropas raídas. Intentó levantarse de golpe, pero algo se lo impidió. Bajó la mirada hacia su pecho; una  soga rugosa unía su tronco al del árbol.

lunes, 25 de noviembre de 2013



-46-

 

 

     La mañana de las nupcias se convirtió en el momento idóneo para que un fugitivo escapara de las atestadas calles de la fortaleza sin levantar sospecha. Yannick se mezcló con las gentes que llegaban dispuestas a disfrutar de un día más de festejos y con las que salían de entre las murallas para llevar a cabo aquellos trabajos que no podían dejar de realizarse bajo ningún pretexto, aunque se tratara de un enlace real que hubiera cruzado fronteras. Cogió el herrero un olvidado saco del suelo, lo echó al hombro y caminó hacia Passan simulando ser un campesino, sin detenerse hasta arribar a su hogar.  Allí rodeó el edificio y, tal y como esperaba, encontró a su corcel pastando la alta hierba que recubría la parte trasera.

     -Buen chico- susurró, dándole unas palmadas cariñosas en el robusto cuello-. Encontraste el camino de vuelta. Y, por suerte, yo también- lo cogió de las riendas  y lo llevó  a la cuadra junto a sus otros equinos.

    Yannick entró entonces en la casa y se cambió de ropa, asqueado de sentirse maloliente y  empapado en sudor. Después encendió la chimenea y se calentó junto a sus vivaces llamas, mientras un caldo de hortalizas a punto de echarse a perder hervía en una perola. Sin embargo, aquel olor delicioso no lo reconfortó. Súbitamente recordó la promesa de visitar a la familia de Juliette y el malestar sinsentido del día anterior volvió a  atenazarlo con fuerza. Se puso en pie. Alcanzó un cuenco de la repisa combada situada sobre el hogar y se sirvió dos cazos de agua manchada, que aunque a nada le supo, consiguió, al menos, calentar su cuerpo destemplado y llenar su estómago. Salió posteriormente de su morada con el mayor aplomo posible, tratando de no perder aquella calma que en más de una ocasión lo había salvado en la batalla, cuando la templanza de la mano era harto más importante que el filo de la espada. Y llegó a la aldea; la casa de sus amigos cerrada, de nuevo, a cal y canto. “Habrán ido a los festejos”- murmuró una débil voz en su cerebro, pero él sabía que no, que no habían ido, que aquella sensación que lo corroía era por algo, algo que sabía, pero que aún no había llegado a comprender. Aporreó la puerta con todas sus fuerzas, se detuvo y escuchó, por si las pisadas de alguno de sus ocupantes le revelaran su presencia. Silencio absoluto. Volvió a golpear la puerta, con más decisión, apremiante, asustado ahora al recordar la voz de Juliette a través de la madera, su voz apagada, sus respuestas vacilantes… ¿Y si no estaba sola?- otra vez la voz susurrante. Intentó no creerla, desechar la absurda idea, mas, ¿y si era aquella la respuesta? Sí, eso era. La mancha que emborronaba su mente, el golpeteo asentado en su cerebro, que cada vez se hacía más claro, más seguro, más fuerte. Juliette no se hallaba sola mientras él nada hacía por entrar en la casa, mientras se giraba con tranquilidad hacia la suya, deseoso de que llegara la noche para que, junto a Madeleine, su sed carnal se calmase.

    Haciendo mella en él la culpabilidad, Yannick propinó una impetuosa patada contra la entrada y la puerta cayó a plomo sobre el suelo de madera irregular. El nauseabundo olor del interior lo golpeó y vomitó allí mismo, sobre sus pies. Limpió con la manga el caldo sin digerir que manchaba su barbilla y anduvo entre las penumbras de la silenciosa casa, otrora llena de risas infantiles, gritos y correteos. Vio un bulto contra la pared, una sombra difusa similar a un pelele. Se aproximó. Juliette; la flacucha niña que recientemente le hubiera proclamado su amor inocente, la muchachita con la que sus hijos habían jugado hasta que la enfermedad los hubiera arrancado de esta vida. Se arrodilló junto a ella y besó dulcemente su frente, pálida como la cera y fría,  al tiempo que, con delicadeza, cerraba sus ojos muertos llenos de pavor. Le bajó las faldas, tapando así su sexo magullado y sangriento, la cogió en brazos y la llevó al lecho común, donde la tumbó y tapó con un menudo saco de arpillera, del que únicamente sobresalían sus esqueléticos bracitos y piernas.
      Con lágrimas en los ojos, el herrero encendió un velón situado junto a la cama y se acercó al vano de la puerta abierta que llevaba el sótano y del que provenía la hediondez. Bajó lentamente los peldaños labrados en la tierra, por los que en tantas ocasiones habían descendido ambos hombres para emborracharse con las reservas de vino guardadas en la bodega. Casi en el último escalón, el aire se hizo espeso, irrespirable. Yannick dejó la vela en el suelo y, a pesar de la baja temperatura, se quitó el sayo  y tapó su boca con él, anudando las mangas de la prenda por detrás de la cabeza. De nuevo tomó el velón y, con el brazo extendido, dibujó media circunferencia para alumbrar cada rincón de la estancia. Y entonces los vio, a todos y cada uno de los hermanos menores de Juliette, a todos aquellos niños maravillosos, cuyos cuerpecitos macilentos se amontonaban ahora de cualquier manera en una de las húmedas y mohosas esquinas de la bodega, como pequeños sacos de trigo esperando el momento de ser transportados a su último destino.

lunes, 18 de noviembre de 2013




-45-

 

 

     Un caballero del condado, arqueado su cuerpo hacia delante, irrumpió en la atestada villa de Foix a lomos de su corcel.

     Khalia soltó la cesta de alimentos comprados en el mercado y corrió hasta el soldado cuando ante ella cayera del caballo, gimiendo y echando por nariz y boca espumarajos de sangre que manchaban el ocre polvo del suelo. Se arrodilló junto a él y lo recostó de lado, para que sus propios fluidos no lo ahogasen. Sin embargo, la flecha que alojada en la axila había perforado su pulmón, finalmente lo llevaría a mejor vida.

 

 

 

     Madeleine dejó de respirar mientras seguía el recorrido de la antorcha, cuya llamarada se detuvo ante un hombre ensangrentado que, desmayado y con la cabeza sobre el pecho, colgaba por las muñecas de unas cadenas  que pendían del techo.

     -Ahora que soy el rey y vuestro dueño- Antoine dio tres pasos hacia el preso-, espero que os portéis como una verdadera dama, pues me debéis ese respeto. Y para que lo comprendáis, altiva y orgullosa esposa, os doy como ofrenda a vuestro amante, para que veáis que nada de lo que hagáis a mis espaldas quedará oculto, ni impune- cogió la maraña de cabellos del herrero y levantó la cabeza con brusquedad.

     -¡Loan!- exclamó sorprendida la reina, al ver que no era Yannick, sino el culpable de la muerte de su yegua, a quien habían apresado.

     -Os suponía con mejor gusto- el monarca miró al hombre de arriba abajo, meneando la cabeza de un lado a otro con gesto de desaprobación-. Esperaba encontrar a un hombre apuesto y joven, no a este viejo cochambroso y mellado. ¡Verdugo, despertadlo!- se apartó de él y contempló como el sayón cogía un balde y lanzaba con fuerza su contenido contra el rostro y el pecho del malnacido, que despertó de inmediato, con los abiertos ojos a punto de salírsele de las órbitas.

     -¿Reina?- balbuceó-. ¡Reina! ¡Al fin! Ahora podréis decirles que no soy a quien buscan, que no es sino un error.

     -Sí,  reina, decídmelo. ¿Acaso no es este el  ferrerum faber mencionado por mis espías? ¿Vuestro amado herrero?

     -¿Herrero? Pero yo ya no…-  comenzó a decir Loan, pero la reina lo interrumpió tapando su boca.

     -Amado mío, no digáis nada. Hemos sido descubiertos y debemos pagar por este inmenso pecado y esta ofensa a mi esposo. Yo admito mi culpa y sé que vos lo negaríais hasta el final de los días por salvaguardar mi honor y mi vida y, por ello, eternamente os estaré agradecida.      Mas ahora, debéis demostrar vuestra hombría, la que demostrabais mientras conmigo yacíais, siendo en la muerte, varón como fuisteis en vida.

     Madeleine se apartó de su falso amante y tomó con energía la mano de su rey, como un cordero que vuelve al redil. Antoine hizo un gesto al carnicero y este, con un rápido movimiento, sesgó de un tajo el cuello del prisionero, que murió al instante, sin que le hubieran permitido contar la verdad.

 

 

 

 

     -Bastien, recoge rápido tus cosas, debemos huir- dijo Khalia entrando en la posada y cogiendo uno de sus grandes y exóticos pañuelos, que extendió sobre la mesa del comedor y sobre el que colocó comida y ropas de abrigo.

     -¿Huir? ¿Por qué? ¿A dónde?

     -Nos atacan los cruzados.

jueves, 14 de noviembre de 2013



-44-

 

 

     Tras la tranquilizadora noticia de que su amado Yannick había podido escapar de la guardia personal de Levisoine y de la suya propia, Madeleine se acurrucó en el lecho junto con su doncella y ninguna despertó hasta que los deliciosos y suaves rayos del astro rey acariciaron sus blancas pieles.

     -Llegó el día, mi reina- susurró Annette con la cabeza sobre la almohada y los ojos entrecerrados.

     -Llegó.

     -Cabeza erguida, amplia sonrisa y relucientes ojos de enamorada.

     -¿De qué otro modo si no?

     -Aunque tengáis que pensar en otro para lograrlo.

     -En otro y en vos- Madeleine la besó suavemente en los labios.

     -Alegrad ese semblante, mi señora, y también la voz, pues no es más que un matrimonio de conveniencia, de sobra lo sabéis- Annette la abrazó, arropándola con su desnudez-. Una vez sellado el enlace ante la iglesia y los súbditos acomodados, ambos reinos formaran uno más grande y poderoso; tendréis un vástago, o dos a lo sumo, muy hermosos ambos, puesto que tanto él como vos lo sois, y los amaréis sobre cualquier otra cosa en esta vida porque serán fruto de vuestra carne. Pero a él, a él no tendréis por qué amarlo, ya que no es sino un peón en este juego de victorias y riquezas.

     -Lo sé y, sin embargo, siento en lo más profundo de mí, que esta unión será el comienzo del fin.

 

 

 

 

     Cuando la reina apareció exultante en la engalanada sala del trono, Antoine se hallaba hablando con el obispo Clemenceaux, venido desde la Mediterránea ciudad de Targo, única y exclusivamente para celebrar aquel mayestático enlace, mientras en tierras itálicas elegían al sucesor de Godet, al prelado que profesaría su culto en la nueva catedral de Sainte Marie des Innocentes, una vez sus obras concluyeran.

     -Admirad la belleza de mi prometida- dijo el príncipe dirigiéndose al obispo, al tiempo que se aproximaba a la muchacha y acariciaba la bien disimulada herida de su labio-. Soy un hombre con suerte.

     Madeleine se acercó al hombre de Dios y besó su mano haciendo una reverencia.

     -Realmente exquisita.

     -Gracias, monseigneur- la reina volvió a inclinarse, aprovechando aquel instante para mirar a la madre de su elegido, pálida y silenciosa junto a su despreciable esposo, sumisa, perdida en el insuperable abismo que su amado hijo, al pegarla, había abierto entre ambos la noche anterior.

 

 

 

     Los recién casados salieron a la calle para compartir su felicidad con el pueblo, que los recibió alterado y dichoso, lanzando al aire millares de coloridos pétalos de rosa arrancados al alba.

      -Acompañadme esposa- Antoine de Mauban le tendió la mano-. Deseo enseñaros algo importante.

     Madeleine se la cogió dubitativa y, echando una furtiva mirada hacia Annette, se dejó llevar lejos del tumulto, hasta las empinadas escaleras que conducían a las mazmorras.

     -¿Por qué me traéis aquí?- sin soltarse de él, la reina se detuvo con el vello de la nuca erizado-. Dudo del romanticismo de este lugar.

     -No es romántico, lo admito- tiró de ella con suavidad,  comenzando a bajar los escalones-. No obstante, mi regalo nupcial para vos se halla en los subterráneos y no quiero demorar en demasía la ofrenda.  

     -¿Y ni siquiera una pista obtendré de vuestros labios sobre dicha ofrenda?- intentó sonsacarle la muchacha, mientras se internaban en el pestilente y oscuro laberinto de corredores que ante ellos se abrían.

     -Si así lo deseáis- el nuevo monarca hizo una pausa no demasiado larga y continuó hablando con tranquilidad-, os diré que aquí abajo encontraréis lo que más deseáis en este mundo.

     -Vos sois lo único que deseo- Madeleine agarró con más fuerza aquella gran mano, intentando disimular la creciente sensación de ahogo que crecía en su pecho.

     -No lo dudo mi reina, no lo dudo- respondió la voz hueca de Antoine-. ¡Carcelero! ¡¡Carcelero!!     

     -Mi señor- el verdugo salió de una silenciosa celda, con las manos ensangrentadas-. Os esperaba ansioso para finalizar el trabajo- el gigante advirtió la presencia de la mujer y enrojeció-. Mi reina- hizo una torpe reverencia-. Lamento mi aspecto- se disculpó tratando de limpiar la sangre en el delantal de cuero que vestía.

     -¡Aligerad carcelero y llevadnos ante él!- apremió el rey.

     -¿Ante él?- la reina tragó saliva al tiempo que reanudaban la marcha-. ¿Quién ha sido encarcelado sin mi consentimiento?

     -¿Pensáis en alguien especial al que temierais perder?- los fríos ojos de Antoine se posaron en los suyos.

     -No, en nadie. Solo que no comprendo nada de esto.

     -Enseguida lo entenderéis, amada mía- dijo el monarca con retintín, siguiendo al verdugo hasta otra oscura celda-. ¡Iluminad el  rostro del herrero!
 

domingo, 3 de noviembre de 2013




-43-

    

 

     Iracundos y enloquecidos, los gritos del príncipe Antoine emergieron de los aposentos de Madeleine, resonando como truenos tempestuosos a lo largo de los corredores de ambas alas de la primera planta del castillo.

     -¡Malnacida!-  la mano abierta del futuro monarca restalló sobre la mejilla izquierda de la muchacha, que sujeta por Thibaut, el custodio que la había sacado a trompicones del pasadizo, no pudo sino esperar el golpe con arrestos-. ¿Con quién os hallabais en  vuestro escondrijo?

     -Con nadie, creedme amado mío- dijo con gesto compungido, oculto su orgullo, mientras un hilillo de sangre emergía de la comisura de sus labios y el sabor del hierro inundaba su boca-, solo paseaba en un lugar calmo, intentando apaciguar mis nervios antes del enlace.

     Liberándola del aprisionamiento del pubescente caballero, su prometido la atrajo bruscamente hacia sí,  alzó su camisón y  tocó su húmedo sexo sin ningún miramiento.

     -¿Y acaso ha sido una inmunda rata quien os ha mojado como a una sucia ramera?- el príncipe se acercó a ella hasta que las puntas de sus narices chocaron-.  Además, vuestro aliento huele a polla- le susurró con una voz  tan gélida, que capaz habría sido de helar la sangre al más osado guerrero-.  ¿Tan cegado y estúpido me creéis?

    -Hijo mío, ¿qué sucede? ¿Por qué esos gritos?- la regente de Lévisoine, con su largo cabello rubio trenzado a un lado y decenas de cicatrices desfigurando su rostro sin maquillaje, se detuvo de súbito en mitad de la estancia, con los ojos abiertos a más no poder, advirtiendo por primera vez que el nulo parecido físico entre  su vástago y su esposo, existía, sin embargo, en el interior de sus enfermas mentes viriles-. Déjala ir Antoine, fruto de mis entrañas- susurró  acercándose hasta ellos con pausado caminar, intentando no alterar en demasía a su nervioso hijo de mirada enloquecida, que sujetaba a Madeleine como a punto de hacerla pedazos con sus fuertes manos-. Debes un respeto a la que mañana será tu mujer- la reina del norte se detuvo y acarició con todo su amor el musculado brazo de su fruto, recibiendo como única respuesta  un impetuoso manotazo que la dejara aturdida sobre la alfombra.

 

 

 

 

     Una vez la figura del herrero se hubiera desvanecidos entre las sombras, del mismo modo que el aturdimiento causado por la cerveza, Dashiell y Annette echaron a correr hasta las dependencias reales por calles y plazas infestadas de soldados que intentaban dar caza al fugitivo.

      -¡Príncipe, ya está bien!- exclamó el caballero haciendo acto de presencia en los aposentos de Madeleine de Mauban, a tiempo de ver cómo Antoine golpeaba  a su madre y esta caía al suelo como un pelele.  Se agachó y la levantó con dulzura-. ¿Estáis bien, majestad?- ella no dijo nada. Lo miró sin expresión alguna y dejó que el custodio que en tantas ocasiones la hubiera ayudado  tras incontables palizas de su marido la llevara hasta su dormitorio.

     -¡Soltad a mi reina!- exigió entonces Annette, con los brazos en jarras ante su futuro rey.

     -Si tanto la deseáis, es vuestra- la empujó contra la doncella y ambas quedaron sumidas en un dilatado abrazo, en tanto Antoine abandonaba los aposentos con el joven caballero Thibaut pisando sus talones.


viernes, 25 de octubre de 2013




-42-

 

     Dejó Yannick de lamer el sexo de su amada cuando el pasadizo comenzara a inundarse  de ecos de voces en grito y raudas pisadas.

     -¡Corred!- exclamó la reina bajándose los faldones del camisón y cubriendo sus senos, al tiempo que empujaba al herrero hacia la salida-. ¡Huid mientras los retengo!

     -¿Y vos?- preguntó preocupado.

     -¡Corred y no miréis atrás!- exclamó ella alejándose por el oscuro pasaje.

     Sin pensarlo dos veces, echó el hombre a correr deteniéndose apenas un instante, suficiente para abrir una abertura por la que escapar hacia el bosque.  Allí azuzó a su corcel para que corriera lejos y, con una agilidad inverosímil para alguien de su envergadura, trepó por el tronco de un árbol de espeso follaje en el que esperaba poder ocultarse de sus perseguidores.

     -¡Por allá! ¡Escapa a caballo!- exclamó uno de los soldados del príncipe Antoine situándose bajo el escondrijo de Yannick-. ¡Vosotros!- dijo refiriéndose a dos de sus iguales-. Perseguidlo a pie- se giró hacia el resto.-  Los demás, seguidme. Iremos a por nuestras monturas.

     El herrero espero a perder de vista a ambos grupos y aprovechó la ocasión para descender de un salto desde la más baja de las ramas.
 

 

 

 

 

     En el exterior de la taberna ya había oscurecido mientras Annette y Dashiell continuaban bebiendo codo con codo, acompañados de varios clientes a los que habían invitado con aquella primera y única moneda de oro que la doncella de la reina hubiera colocado sobre el mostrador.

     -¡Ya es hora de marchar!- exclamó Annette levantándose tambaleante y acabando de un trago el contenido de la jarra que portaba en la mano-. ¡Pero cuanta gente ha venido!- la muchacha fijó la mirada en los parroquianos, quedando absorta por la cantidad de gemelos idénticos que había parido Mauban-. ¡Que a ninguno de mis amigos se les seque el gaznate!- dijo señalando a apenas cuatro hombres que la miraban divertidos. Entonces Annette trastabilló con el banco en el que había estado sentada y cayó junto con él patas arriba, cubriéndosele la cabeza con los faldones del vestido-. Demonios, ¿quién ha apagado la luz?

     -Doncella- sin poder evitar lanzar unas sonoras risotadas, Dashiell, quien había tenido reflejos suficientes para ponerse en pie y no acompañarla en la caída, le bajó el vestido y la ayudo a levantarse-, mejor será que vayamos a tomar el fresco. Estáis totalmente embriagada.

     -¿Embriagada?- la muchacha sacudió su golpeado trasero-. Demasiado fina palabra para describir semejante cogorza.

    Carcajeándose y agarrados como dos buenos amigos, salieron ambos a la vía principal, deteniéndose sobresaltados cuando por todo el perímetro del adarve retronaron los gritos de los soldados dando la voz de alarma sobre un fugitivo

.

 

 

 

     Yannick corrió  en paralelo a la muralla por entre los árboles,  alejándose todo lo posible del portón principal. Se detuvo, respiró hondo y comprobando que el camino estaba despejado, volvió a  salir a la negrura del campo desnudo, sin detener la carrera hasta tener de nuevo la espalda pegada contra el muro defensivo.  Cuando llegó hasta unas rocas amontonadas contra la pared, las escaló y aprovechando una zona desprotegida del adarve, saltó por encima y se coló en la fortaleza, donde nunca nadie sospecharía que había osado ocultarse.

    

 

 

     -¿Estarán atacándonos?- preguntó Annette asustada, agarrándose con fuerza al brazo del caballero.

     -Tranquilizaos, doncella- acarició su hombro-, será un ladrón que ha escapado de las mazmorras. Estando conmigo, no debéis temer.

     Reiniciaron la marcha hacia la plaza situada frente a la entrada al castillo, cuando a apenas diez pasos de la misma, un individuo saliera a la carrera de una estrecha calleja topándose de bruces con ellos.

     - ¿Tenéis prisa, extraño?- Dashiell desenvainó la espada y le colocó la punta bajo la barbilla.

     -¿Herrero?- Annette dio un par de pasos al frente para mirarlo mejor-.  ¿Cómo vos por aquí?

     -¿Acaso lo conocéis?- le preguntó el caballero, incrédulo, sin apartar la mirada del hombre.

     -Sí, lo conozco, pero es una historia demasiado larga para contárosla en estos momentos- se volvió al amante de su amada-. ¿Qué sucede?

     -Doncella, yo…- Yannick tragó saliva y el frío hierro acarició su piel-.  Soy ese fugitivo al que buscan.

     El custodio apretó más la punta del arma contra su cuello.

    -¡No!- Annette la apartó-. Debemos salvaguardar su vida- tomó con dulzura una de las manos del caballero-. Confiad en mí, os lo ruego.

     Dashiell miró aquellos bellos ojos suplicantes y empujó al herrero a un portalón oculto por las sombras.  

     -Esperad a que desaparezcamos y después marchad a la taberna más próxima y ocultaos hasta que despunte el alba.


viernes, 11 de octubre de 2013


-41-

 

 

     En honor al prometido y sus progenitores, el desfile dio fin en una gran plaza donde, como era costumbre en los festejos de tierras del norte, se alineaban varias decenas de largas mesas a rebosar de suculentos manjares y jarras de cerveza. Tampoco el vino escaseaba por ser Mauban fértil en viñas, vinateros y adeptos a ese líquido venerado desde época romana. Sin embargo, era en las bodegas reales donde los de mejores añadas continuaban, solo aptos para delicados paladares.

     En medio de un brindis por la pareja que al día siguiente contraería nupcias, un hombre joven y enjuto de mirada aviesa tropezó con el príncipe Antoine cuando este, enaltecido y triunfal, alzaba la jarra de cerveza sobre su cabeza mientras enarbolaba un viva coreado por la multitud.

     -Pero… -el príncipe miró un trozo de tela manchado de tinta que el extraño había colocado en su mano y, sin pensarlo dos veces ni decir nada a nadie, lo ocultó bajo el cinturón.

 

 

 

      Había anochecido cuando, agazapado, Yannick salió del bosque y corrió en dirección a la muralla hasta pegar la espalda contra ella, exactamente donde Madeleine le había indicado. Una vez a salvo, y seguro de no haber sido descubierto, intentó serenarse respirando para ello  con más sosiego aquel aire fresco que en breve  entumecería su cuerpo.

     Un ruido se oyó a su siniestra. Su vista, ya acostumbrada a la oscuridad, percibió un cambio en el muro, una abertura por la que entrar. Se acercó y vio a su amada, a su amante, hermosa, espléndida, sutil como una aparición fantasmal, alumbrado su cuerpo, apenas cubierto por un camisón de seda, por las tenues llamas del candelabro que, no obstante, dejaban en penumbras el abrupto pasadizo que se extendía tras ella.

      -Deseaba veros, herrero- tras haber cerrado la entrada secreta, la reina se dejó abrazar por aquellos cálidos brazos en tanto se fundían en un ardiente beso.

     -Debo ser muy sucio, mi señora, puesto que veros no era lo único que yo deseaba.

      Dejando que el candelabro reposara sobre el suelo pedregoso, Madeleine se agachó y, acuclillada, sacó el miembro de Yannick para chupárselo golosa. Él apoyó las palmas en la pared húmeda formando un arco bajo el que ella no dejaba de saborear su verga, más dura a cada instante. Con una de las manos le sujeto entonces la nuca y, presionándola hasta tener la frente apoyada bajo su ombligo, se balanceó con fuerza hacia delante, haciendo que el glande descendiera más allá de la campanilla, sin que el roce provocara arcada alguna en la muchacha.

 

 

 

     Ante su lecho, Antoine permitía a su paje que lo librara de las estrechas y ornamentadas vestiduras que amenazaban con macerar su piel, tras un largo y agotador día de festejos que concluía al fin.

     -Tomad, mi señor- el lacayo le tendió un fragmento de tela-, ha caído al desabrocharos el cinturón.

     -Retírate de inmediato- dijo el príncipe arrebatándole el tisú-.  Yo mismo finalizaré la tarea.

     El sirviente salió de la estancia, y el futuro monarca se sentó a su escritorio desplegando la tela manchada de tinta que nada llevaba escrito, pero que aquel extraño se había molestado en entregarle a costa de su vida si algún soldado lo hubiera visto empujarle. La olió y detectó un leve aroma a limón. De inmediato estiró la tela sobre la llama de una candela  y letras negras como el tizón comenzaron a hacer acto de presencia como si una mano invisible las estuviera escribiendo.    

     Oculto a los ojos enemigos vivo para que muerto me crean y no persigan a este viejo herido a hierro y difamado con absurdas mentiras. Sin embargo, mi fiel amigo, aun poniendo mi vida en peligro, era mayor mi deber de advertiros, desde lejanos lares, sobre la desconfianza que debe produciros la relación entre nuestra reina y el ferrerrum fab

      Las últimas palabras del mensaje se hallaban emborronadas.  Antoine acercó la tela a la llama, con tan mala suerte que aquella prendió, formándose un agujero de bordes negruzcos que devoró con rapidez el tisú. Lo tiró al suelo al sentir su calor en las yemas de los dedos   y observó en silencio cómo ardía, hasta convertirse en una fina hoja de ceniza que terminó por desintegrarse en pequeñas partículas grisáceas que quedaron amontonadas sobre la alfombra.

     Entonces salió de la estancia con furia y corrió hasta la habitación de Madeleine, que se hallaba  vacía. Llamó a sus caballeros hasta desgañitarse y todos ellos, salvo su mano derecha, aparecieron en breve tras él.

     -¡Buscadla! ¡Traed a la reina ante mí inmediatamente, pedazo de alcornoques!- gritó el príncipe con los ojos fuera de sus órbitas, totalmente desquiciado.

     Antes de que ninguno de los custodios abandonara los aposentos de la soberana, Thibaut, el  más joven entre ellos, se percató de una rendija de luz que emergía de la chimenea.

     -Majestad- bajo la atenta mirada del príncipe y toda su guardia, el muchacho se acercó al hogar y empujó la pared frontal, que se deslizó sin esfuerzo.