domingo, 16 de diciembre de 2012





                                                                               -7-


     Furioso y tocándose la deforme cicatriz que surcaba su mejilla izquierda, el obispo salió presuroso de la sala del trono. Aquella insolente lo sacaba de quicio cada vez que se cruzaba en su camino, cada vez que abría su maldita boca de fulana. La despreciaba. No soportaba su  acusadora mirada, su sonrisa burlona llena de confesiones, los contoneos de su cuerpo deseoso de caricia. No podía perder tiempo. Debía urdir un plan que la destruyera paulatinamente, sin sospechas que lo apuntaran como artífice del mismo, puesto que tras la coronación de la que tanto lo odiaba y la muerte del monarca, ambas inminentes,  quedaría totalmente inerme sin la protección de su mayor aliado, perdiendo sin duda alguna todos los privilegios y riquezas que hubiera conseguido después de largos años de adulaciones y engaños.  
     Godet atravesó el portón de la muralla abriéndose paso, a empellones, entre los aldeanos que abarrotaban el puente levadizo aquel día de mercado. Su mente se hallaba ofuscada, envueltos sus pensamientos en una neblina de recuerdos del pasado. Apresuró el paso y cogió el sendero de tierra que llevaba hasta su particular fortaleza, un pequeño convento a las afueras de la cité, rodeado por la intimidad que el solitario bosque le proporcionaba. Apretó la sotana contra su abultado miembro cuando nadie lo veía. Necesitaba aliviarse con premura y el camino parecía no tener fin. 
     Llegó ante su hogar y entró por la puerta principal, la que daba a la cocina.  Brigitte no se encontraba allí. El clérigo la comenzó a buscar por toda la casa, pero aquella desobediente niña nunca estaba donde debía. Cogió su báculo y dio la vuelta al edificio, adentrándose en la maleza que lo rodeaba. Las plantas silvestres, crecidas por la falta de dedicación del prelado a los esfuerzos físicos y a la codicia que le impedía pagar una mísera moneda por un trabajo tan sencillo como arrancar las malas hierbas, se elevaban ya a la altura del pecho de un hombre adulto. Maldijo en voz baja. Las mismas espinas que arañaban sus piernas desprotegidas, desgarraron el dobladillo de su sotana. Dio unos pasos más, con una creciente furia naciendo en el centro de su ser, y una de sus sandalias quedó atrapada por el lodo de las últimas lluvias, tragándosela por completo al intentar zafarla. No podía detenerse a buscarla. No había tiempo que perder. Continuó apartando los altos helechos, las lilas, los cardos, las zarzas, cada vez más ansioso por hallarla. De repente, tras una morera llena de telas de araña, descubrió el sendero de hierbas aplastadas que la niña había dibujado en sus constantes idas y venidas. Siguió aquel abra y poco después la encontró en un claro, sentada en una roca y mirando fijamente al cielo, como rezando. Godet restalló el cayado en el aire, haciendo que la pequeña, asustada, saltara del asiento.
     -¡Niña del demonio! ¡Venid  aquí a expiar vuestros pecados!
     Brigitte echó a correr hacia la espesura con los ojos abiertos como platos. Temía a aquel hombre de variable humor y rápidas manos y quería huir de su lado, escapar de su maldad de una vez por todas, aunque no supiera adonde ir. La calle. Volvería a vivir en la calle, como antes de conocerlo, como cuando solo era una pordiosera sin nada que llevarse a la boca. No le importaba, prefería morirse de hambre a regresar a aquel convento junto a ese monstruo que la seguía gritando y agitando aquella vara de madera que tantas veces había golpeado su cuerpo. Recordaba las visitas nocturnas, la primera vez que entró en su celda  y ella se negó a sus peticiones y lloró y pataleó… Pero él la calmó. Le dijo que solo lo hacía por su bien, que su alma estaba oscurecida por los pecados cometidos por su familia y que Dios le había señalado como el salvador que expulsaría la corrupción de su cuerpo. Ella no comprendía por qué los pecados de su familia, si era cierto que los hubieran cometido, habían pasado a ser sus propios pecados, pero supuso que la mano del Señor no podía estar equivocada. Así que cerró los ojos lo más fuerte que pudo y dejó que el cura limpiara su alma. La segunda vez, pensando que era  imposible que ella pudiera tener el alma tan sucia porque se había intentado portar muy bien, volvió a chillar y revolverse cuando el padre se metió en su lecho. La tercera vez, en cambio, dolorida aún por la terrible paliza que su maestro le había dado la noche anterior, hizo sin rechistar todo lo que aquel le ordenó, sin apenas parpadear, con la mente puesta en su familia y en el lugar donde ahora habitaban en paz, deseosa de acompañarles.    
     Un fuerte chasquido resonó en el bosque y centenares de aves asustadas salieron volando desde las copas de los altos árboles. Brigitte cayó al suelo gritando de dolor, atrapada por el tobillo en una trampa para osos. Los huesos de la pierna sobresalían sobre los dientes de hierro del cepo y la sangre manaba a chorros, convirtiendo la hierba verde en una tupida alfombra carmesí. El hombre, a pesar de su avanzada edad, no tardó en darle alcance como a un ciervo  herido.
     -Advertida estabais, pequeña bruja, de los peligros del bosque. Ahora ya no me servís de nada- la alzó del brazo bruscamente, haciendo que la herida se rasgara aún más y la sangre saliera a borbotones.
       A punto estaba Brigitte de desmayarse de dolor. Él la zarandeó de un lado para otro, queriéndola lúcida, despierta. La desnudó. Ella con la mirada perdida, vidriosa a causa de la pérdida de sangre. Él con la fría locura llenándole los ojos.  La penetró por última vez, de pie, sin impedimentos, sin resistencia, mientras por la boca de ella salían los últimos estertores de su corta vida. Cuando el cura eyaculó en su interior, la niña hacía rato que había dejado de respirar.

domingo, 9 de diciembre de 2012





  
-6-
    
    
     La noticia de que uno de los pretendientes había sido seleccionado al fin como futuro rey de Mauban, se difundió como la pólvora a lo largo y ancho del reino. Marie, una vez acabadas su tareas matinales en la cocina, se mezcló entre la plebe reunida en torno a los diferentes puestos del mercado. Los humildes admiraban a aquellos candidatos de noble alcurnia  que, con la cabeza erguida y arropados por sus importantes séquitos, cabalgaban entre el gentío sin dar muestra de la  humillación de que debían ser dueños, al no haber tenido el honor de ser  escogidos por la bella Madeleine. En sus respectivas regiones, la decepción sería su única bienvenida tras tan sonada derrota.
    

     Había pasado en vela la larga noche tras su encuentro con Madeleine. Ella lo había echado de sus dependencias tras el acto sexual y él había obedecido agachando las orejas, sabiéndose ya  fuera de la competición tras su rápido y fallido orgasmo. Tumbado en la cama, con los ojos plenamente abiertos y con la mirada fija en el techo, había buscado mil y una maneras de excusarse ante su progenitor por el trabajo mal realizado, sin que ninguna de ellas lo satisficiere. Se creía perdido cuando al alba, con el sol aún dormido tras las lejanas montañas del este, recibiera una vez más la visita de la doncella personal de la princesa, emisaria de la grata noticia de haber sido elegido. La dicha lo había envuelto en ese mismo instante, expulsando inmediatamente de su mente los miedos que la reacción de su padre provocaban en él.
     Ahora, desde la gran cristalera de sus aposentos, Antoine miraba absorto aquel interminable desfile de señores feudales rodeados por las decenas de sirvientes, escuderos y nobles caballeros que los acompañaban en su recorrido hacía el exterior de las murallas.



     Madeleine caminaba presurosa por los corredores de la planta baja de la fortaleza, deseosa de ser ella misma quien  anunciara al regente la esperada elección. Éste la esperaba en la sala del trono, una sobria estancia de gran capacidad, pensada para las multitudinarias coronaciones, así como para los siempre interesantes ritos de armar caballeros.  Pendía del techo una enorme lámpara de bronce que tenuemente, como avergonzada, iluminaba aquellas dependencias hasta donde la débil combustión de las llamas permitía. Una soberbia alfombra asiática cubría el suelo de terrazo, mientras que, numerosos telares y blasones de la región de Mauban, vestían las frías paredes de piedra. Como mobiliario, únicamente los grandiosos tronos del rey y de la princesa Madeleine presidiendo el salón.
     -Padre- Madeleine se reverenció ante su progenitor.   
     La enfermedad lo había consumido velozmente en apenas un mes y su tez, otrora sana y cetrina como legado de sus antepasados del sur, destacaba ahora por su macilento aspecto. Aquel rostro demacrado, surcado de profundas arrugas, dedicó una leve sonrisa a su hija, llenándola de compasión. Louis Philippe el beato tendió la mano para que su hija  la besara. Ésta se la cogió, pero se detuvo en seco al ver una silueta entre las sombras de la estancia.
     -¡Obispo Godet! Vos, como la enfermedad, no dejáis de rondar a mi padre- dijo la muchacha, sin pasión en la voz, besando la mano del rey y levantándose con parsimonia. 
      -Mi dulce Madeleine, la belleza de una rosa, la sutileza de una verdulera. 
     La princesa hizo caso omiso de la furiosa mirada del clérigo. Se sentó en el trono con la cabeza erguida y la volvió para mirar a aquella inmundicia humana. 
    -Os conviene tener cuidado con las espinas que envuelven esta rosa- lo miró con desprecio, sin disimular un ápice el asco que por él sentía-. Y ahora, si nos disculpáis, mi padre y yo misma debemos hablar en privado.
     El cura se giró en redondo y salió de la gran habitación sin decir palabra.

domingo, 2 de diciembre de 2012







-5-

                                                                        
     El olor a excrementos humanos era insoportable en las mazmorras. Algunos de los cubos de madera que los condenados utilizaban para hacer sus necesidades se hallaban a rebosar de heces y orines, mientras que otros hacía tiempo que se habían volcado, desparramando su inmundo contenido por el suelo empedrado. El  obispo Godet utilizó el borde de la manga de la sotana para taparse los orificios nasales y evitar que la pestilencia llenara su garganta y sus pulmones. Las ratas, acostumbradas a la presencia del ser humano, salían a su paso por cada recoveco, sin ningún temor hacia él, dando agudos chillidos y con los ojos brillantes a la luz de las velas. Apartó a varias de ellas violentamente, ayudado por su báculo, lanzándolas contra los muros pétreos. Entonces los oyó. Unos gritos femeninos llenaban cada rincón de aquel cavernoso laberinto de celdas y salas de tortura. Era de una de éstas últimas estancias de las que provenían los lastimeros quejidos que se repetían una y otra vez por el eco, dando la impresión de que no era una sola, sino mil, las mujeres que gemían de puro terror. El clérigo sonrió al imaginar a tantas odiosas rameras sufriendo al tiempo.
     -¡Tened piedad!, ¡tened piedad por Dios!- suplicó la prisionera entre llantos cuando el cura entró en la celda de castigo.
     La muchacha, de no más de veintidós años, colgaba por las muñecas de una soga que pendía de una argolla en el techo. Estaba helada y con cada sacudida de su tembloroso cuerpo, la cuerda erosionaba más la piel de sus articulaciones, haciendo que la sangre resbalara a lo largo de los antebrazos hasta llegar a los codos y de allí al suelo, donde el constante goteo del ferruginoso líquido había formado sendos charcos. Se encontraba completamente desnuda, resaltando en su palidez extrema el vello púbico y el de las axilas.  Alguien, probablemente el verdugo, había cortado a cuchillo su larga cabellera, tanto, que podían verse zonas en los que el cuero cabelludo había desaparecido, dando lugar a  repugnantes ronchas cubiertas de golosas moscas que se alimentaban mientras no paraban de zumbar.
     -¡Callad perra!- él le pegó un puntapié en la cadera- ¡No oséis manchar el nombre de nuestro señor pronunciándolo con vuestros adúlteros labios!
     El golpe hizo que la joven perdiera su ya precario equilibrio. Llevaba horas de puntillas, con las piernas completamente estiradas, para evitar que las fibras musculares de sus brazos se rasgaran. Ya eran dos días en la misma posición, con los miembros superiores entumecidos por la falta de riego sanguíneo, orinando y defecando en aquella postura, sobre sus propias piernas, sin acostumbrarse a aquel repugnante hedor que en varias ocasiones le había hecho vomitar lo poco que su estomago contenía.
     Pero lo peor estaba por llegar. Lo sabía. Ese no era más que el aperitivo de su tortura. Las palizas, el hambre, la humillación, no eran nada comparado con las atrocidades que los verdugos podían cometer. Ella había sido acusada, por su esposo, de adúltera y semejante pecado no podía quedar impune ante los ojos de Dios. Había escuchado historias sobre el paseo de la vergüenza, unidos los amantes por los sexos para que todos pudieran ser testigos de semejante traición a las santas escrituras. De buena gana hubiese elegido aquel castigo entre todos los posibles. Que todos se enteraran. Ella lo amaba. Amaba a Bastien. Si se hubieran conocido antes de casarse con sus respectivos cónyuges, nada de aquello estaría sucediendo. Quería verlo, saber de él. Trataba de escuchar en el silencio de las mazmorras, oír su voz, su respiración. Nada. Quizá lo hubieran llevado a algún otro lugar para que sufrieran más al no saber el uno del otro. Y ciertamente, dudaba que pudiera haber tortura mayor que aquel total desconocimiento.
     -Vengo como mensajero de malas noticias, he de reconocerlo- el obispo Godet se colocó ante la muchacha mirando sin ningún tipo de tapujo sus tersos senos, bajando ella la mirada, avergonzada por su desnudez-. Era predecible. Un cuerpo tan bien esculpido, un rostro angelical… Satán sabe cómo hacer apetecibles sus criaturas.
     -¿Satán?-la muchacha no entendía nada.
     -Parecéis sorprendida, como él me advirtiera en su confesión. Dijo que disimularíais, que os haríais la inocente… Pero no penséis que voy a caer en vuestros engaños. Yo soy la mano de Dios, Él me guía y me hace cauteloso. Vuestra máscara de juventud y belleza ha caído ante mis ojos y os veo como el engendro demoníaco que sois en realidad. Hicisteis que un buen hombre, un fiel esposo enamorado, sucumbiera a vos engullido por vuestras malas artes. Bastien habló cuando iba a ser torturado. Recordó entonces cómo había sido embaucado por vos mediante algún tipo de brebaje. A punto estuvimos de cometer una injusticia al torturar a un inocente, a un buen hombre del que os aprovechasteis sin compasión, tan solo para apartar del rebaño a uno de los nuestros. Pero habéis de saber que el bien siempre sale victorioso.
     No podía creerlo. Era incierto, aquel cura mentía. Bastien no podía haberla acusado para librarse de la tortura. Se amaban tanto… Ella lo amaba tanto…  
     -¿No decís nada?- el obispo seguía ante ella, inmóvil, atenazando su mirada con aquellos gélidos y negros ojos faltos de vida-. Verdugo- dijo sin dejar de mirarla-, traed la pera. Ha llegado la hora de que esta puta de Satán comience a hablar.
     El sayón desapareció por la puerta enrejada y volvió a aparecer en unos instantes, con un utensilio de hierro en forma de pepino en la mano. Se lo entregó al clérigo.
     -Yo seré en esta ocasión la espada de la justicia divina. El bien y el mal cara a cara, como desde tiempos remotos. Mi mano, guiada por el Señor, tendrá el cometido de sacar a la luz vuestra verdadera identidad- colocó el instrumento de tortura frente al rostro horrorizado de la prisionera, sabedora de lo que ocurriría a continuación.
     El obispo hizo un gesto al verdugo. Este se acercó a la joven y separó sus piernas tanto como pudo, impidiendo que ella se revolviera. Godet colocó la pera entre los pechos de la muchacha, haciendo que sus pezones se endurecieran al contacto del frío metal, y lo deslizó suavemente hasta el monte de venus. Después, sin ningún miramiento, lo introdujo en la vagina al tiempo que la mujer rompía el silenció con un fuerte gemido de dolor, convertido en alarido cuando el cura accionó el mecanismo que hacía que las hojas metálicas del instrumento de tortura se abrieran, rasgando el interior de su conducto vaginal. La sangre no tardó en  resbalar entre sus  temblorosas piernas, como dos ríos de color bermellón.



domingo, 25 de noviembre de 2012



-4-

    


     El pasadizo estaba  frío y en penumbras. Como cada noche, Madeleine iluminaba su camino mediante el candelabro de bronce de tres brazos portado en su mano. La cera de las velas caía aquí y allá impulsada por cada uno de sus movimientos, mientras las llamas bailaban al compás de las corrientes de aire  que se  filtraban a través de las grietas de la pared exterior del castillo. Los escalones del primer tramo resbalaban a causa de la humedad y la muchacha debía pisar con sumo cuidado para no caer sobre el suelo rocoso. Decidió quitarse los escarpines. Las desgastadas suelas no hacían sino patinar en las zonas en las que la piedra era más regular. Se descalzó. Los pies no tardaron en enfriársele, pero al menos había dejado de trastabillar. Vio luz al final del recorrido. La entrada a la estancia con la que comunicaba la suya se encontraba abierta de par en par. Aceleró el paso. La esperaban.
    

     - MI señora, pensé que esta noche no vendríais- Annette dejó a un lado el tejido que estaba hilando en la rueca, se levantó y ambas se unieron en un abrazo lleno de sentimiento- ¿Tampoco el favorito pasó la prueba?
     -No Annette, tampoco él. Nunca hubiera pensado en lo frustrante de la situación. Catorce candidatos, catorce, y ni siquiera uniéndolos formarían un solo hombre que valiera la pena.
     -Sois muy exigente- la doncella cogió los escarpines, aún en la mano de la princesa, y los dejó en el suelo. La sentó en la cama, se arrodilló ante ella y comenzó a limpiar y secar sus reales pies.
     -Debo serlo- la princesa suspiró desnudándose lentamente-, es mi obligación como futura reina. Se lo debo a mi pueblo y  a mi rey.
     -Y a vos- Annette alzó la mano hasta el pecho de SU señora y comenzó a acariciarlo con dulzura, presionando los pezones a intervalos. Le separó las piernas. Tenía el sexo salpicado por la leche blancuzca del príncipe y Annette lo lamió ansiosa, limpiando todo resto de virilidad  de aquel que no había sido capaz de culminar en el lugar indicado-. Os merecéis un hombre que os satisfaga plenamente.
      -Decidme dónde se halla ése hombre y yo misma iré a buscarlo para hacerlo mi esposo- la princesa hizo una pausa-. Es una locura. Si las leyes fueran distintas y la iglesia no estuviera metida en todas las decisiones del trono, no necesitaría prometerme de la noche a la mañana, a causa de la enfermedad de mi padre. No así. No con un desconocido de procedencia lejana, con un rico heredero cuyo único deseo son mis bienes y mi alianza. Todos ellos han intentado seducirme con joyas y tierras baldías, sin más que ofrecer, dejándome a la altura de una vulgar ramera que se deja comprar con baratijas. En  la cama sin embargo, donde no me hubiese importado comportarme como una puta, ninguno ha demostrado habilidad en el arte amatorio, buscando todos y cada uno de ellos  un único placer, el de su verga, como si ése colgajo fuera algo que las mujeres debiéramos adorar como a un Dios. Si de mi dependiera, todos ellos habrían desaparecido ya de nuestras vistas. Pero mi padre… No le deseo ningún sufrimiento ahora que su vida se apaga y si es su voluntad verme unida en santo matrimonio… Que así sea. Será Antoine de Levisoine, su favorito, quien me despose- Madeleine apartó la cabeza de la doncella de entre sus piernas y la instó a desnudarse. La besó en los labios, degustando sus propios fluidos mezclados con los de Antoine, la tumbó boca abajo en la cama y le separó las piernas al límite, obteniendo una vista inmejorable del sexo y el ano de su amante. La princesa fue hasta el tocador, abrió el tercero de los cajones y sacó de él un objeto envuelto en paños de algodón. Se trataba de un falo largo y grueso, tallado en madera y pulido después con esmero. El miembro se anchaba en la base para realizar con mayor facilidad los movimientos de penetración y para extraerlo sin problemas tras el éxtasis. Madeleine se volvió a acercar a Annette. Ésta utilizaba las sábanas de seda para rozar su clítoris y acelerar así el proceso de lubricación. La princesa se sentó de nuevo en el lecho y comenzó a pasarle el falso pene por toda la extensión de la vulva, o pudendum femininum como lo prefería llamar cierto obispo-. El príncipe, a pesar de su ínfima experiencia en las cosas del meter, aún es mancebo y puede aprender mucho con la ayuda de una buena maestra- la madera brillaba a causa de la humedad de la joven, que no paraba de moverse buscando el roce de aquel placentero instrumento-. Me preguntaba si vos, mi fiel mano derecha, estaríais dispuesta a ser su mentora.
     -Sería un honor, Mi princesa- Annette gimió de gusto y dolor cuando el juguete penetró en su interior con brusquedad, como a ella le gustaba-.  Sabéis que todo el talento que poseo está a vuestro servicio y no me importaría conocer un poco mejor al futuro monarca- dijo entrecortadamente a causa de las embestidas provocadas por  SU princesa  cada vez que, con fuerza, presionaba el falo hasta el fondo de sus entrañas.
     -Sabía que mi propuesta os dejaría satisfecha- Madeleine, dueña de una pícara sonrisa,  continuó con la fornicación, sabiendo que la doncella no tardaría en coronar el orgasmo. Agachó la cabeza hasta el trasero de la muchacha y lamió su ano, primero alrededor del orificio, penetrando después la lengua lo más hondo posible.
     -No más satisfecha de lo que vos me dejáis– Annette gimió una última vez y sucumbió tras unos fuertes  espasmos.
     -Haced de él un hombre- la princesa sacó el miembro de su prisión. Chorreaba. Lo lamió, pasándoselo seguidamente por los pechos para embadurnarlos con la esencia de quien más amaba y a quien tenía prohibido amar-, enseñadle todo lo necesario para darme tanto placer como el que vos me ofrecéis- la futura reina, entonces, pasó el pene por su partes más intimas, al tiempo que Annette la abrazaba-. Mi reino necesita un rey fuerte y seguro de si mismo. Y ambas sabemos que no hay nada que más seguridad de a un hombre, que saberse capaz de una buena estocada-. Se tumbó de lado sobre la cama y se introdujo el enorme miembro fácilmente, resbalando  dentro de su mojada vagina como una serpiente de agua sobre los lodazales de la orilla de un río.

domingo, 18 de noviembre de 2012





-3-

      -Mi nombre es Dashiell, leal caballero de Antoine de Lévisoine- el muchacho besó la mano de Marie.
     -El llamado Antoine “El favorito” entre los llanos- dijo ella sonriendo al extraño soldado que besaba la mano de una vulgar sirvienta.
     -Espero fervientemente que lo sea también para la princesa por el  bien de nuestro pueblo- el muchacho continuó devorando el estofado-. Sin la alianza de ambos reinos estaremos perdidos. Son nuestras tierras delicioso bocado para el cercano Sacrum Romanun Imperium y en estos momentos, resultaría imposible enfrentarnos en una guerra a su latente ejército, con las  fuerzas del nuestro tan mermadas a causa de los últimos acontecimientos. Urgentes son pues las nupcias entre nuestros señores, si no queremos ver Levisoine convertido en marioneta de tan poderoso imperio, deseoso de expansión.
     -Dios no permitirá que nada le ocurra a vuestro pueblo. ÉL es justo. Debéis confiar.
     Dashiell sonrió incrédulo. Sabía que en aquel  reino, Dios y la iglesia estaban presentes en todos los ámbitos. Él no lo comprendía. Dios no era más que el nombre que la iglesia daba a su engaño. ¿Un Dios justo? Entonces sus conciudadanos no estarían muriendo de hambre. No morirían niños, mujeres, ni  hombres inocentes si hubiera un Dios bueno que cuidara de su rebaño, que lo guiara a la salvación. SALVACIÓN. Bonita palabra en los labios de aquellos astutos curas que la proclamaban entre gritos y aspavientos, pero posible solo para los ricos y poderosos que entregaban a la iglesia una notable y generosa donación que posibilitaba su ascensión a los reinos celestiales. Entonces ya no importaban el adulterio, el robo, ni el asesinato. Únicamente se trataba del sucio dinero. Todo giraba alrededor de la avaricia de aquellos que se hacían llamar puros. Pero no eran más que unos bufones vestidos con sotana que siempre repetían la misma retahila de falsas promesas. Se aprovechaban de las almas nobles, de las buenas gentes, para continuar con sus mentiras, desterrando a quienes según sus normas resultaban pecadores, mientras ellos, no eran castigados por ser relapsos. Miró a Marie con dulzura. También a ella la habían colmado de vacías esperanzas.  
    -¿En que  pensáis, caballero?
    - Solo  en que tengáis razón y vuestro Dios tome parte por nosotros.
     -¿Mi Dios? Os confundís de término, mi señor. Dios es de todos y entre todos se encuentra, observando nuestras acciones, ayudándonos con sus sabios consejos y guiándonos con sus señales. Cuando creemos que todo está perdido, que no hay salida alguna, ÉL permanece a nuestro lado para que no caigamos sumidos en las tinieblas de la desesperanza.
     -¿Acaso vos habéis sido bendecida con su ayuda?
     -Lo correcto sería preguntar si alguna vez me la ha negado- la muchacha bajó la mirada, perdida en sus más profundos pensamientos. Cogió el plato vacío del caballero y lo llevó a la pila-. Y sin dudarlo, os respondería que nunca lo ha hecho. Es el único que siempre ha permanecido junto a mí, incluso en los peores momentos - Marie se giró, clavando su húmeda mirada en los azules ojos del soldado- Mis padres murieron asesinados cuando contaba ocho años. Los encontré degollados sobre los campos de cultivo en los que estaban trabajando. Había tanta sangre… Corrí a casa a buscar a mis dos hermanos menores: Jean,  de dos meses y Claude, de cinco años. Ambos muertos del mismo modo.
     La sirvienta  tapó su cara entre las manos y comenzó a sollozar desconsoladamente. Dashiell se acercó a ella y la abrazó, apoyándola en su fuerte pecho. Así se mantuvieron un tiempo hasta que Marie prosiguió hablando, con las lágrimas rodando por sus tostadas mejillas.
     -Cuando fui testigo de aquel atroz descubrimiento salí huyendo despavorida hacia el camino de tierra que unía mi morada con el poblado. No había llegado muy lejos cuando tropecé con el obispo Godet, que como después me narrara, había sido guiado por nuestro Señor hasta aquellos lares en busca de una asustada niña. Se convirtió entonces en mi mentor y maestro, acogiéndome, sin dudarlo, en su casa, cuidando de mí, dándome la oportunidad de comenzar una nueva vida. Me ayudó también con la escritura y la lectura, haciéndome partícipe de todo su saber, incluidas las bíblicas enseñanzas, gracias a las cuales aprendí a expiar mis pecados.    
     Dashiell no daba crédito a lo que escuchaba. Expiar sus pecados. Una niña de ocho años que acababa de perder a toda su familia, ¿qué clase de pecados podía haber cometido? Marie era  una de las personas más cultas que conocería jamás  y, sin embargo, creía a pie juntillas lo que un charlatán le contaba. El obispo Godet. No haría más de tres días que había oído hablar de él por primera vez, mientras, acompañado por otros caballeros, mojaba el gaznate en la taberna con una puta sentada sobre sus rodillas. Según las lenguas hinchadas y sinceras de los clientes, aquel clérigo con fama de rufián  y déspota, aprovechaba la creencia en Dios del soberano de Mauban para manejarlo a su antojo y conseguir en todo momento lo más conveniente para la iglesia y para sus propios fines, que no eran sino el poder y la riqueza. Si su señor se convertía finalmente en el nuevo monarca del reino, debería andar con pies de plomo y vigilar de cerca al prelado.

sábado, 10 de noviembre de 2012

-2-

      El dormitorio de la heredera al trono se encontraba próximo al torreón sur, la más cálida zona de la fortaleza. Se disfrutaban desde allí las mejores vistas de aquel territorio fértil, rodeado de campos de cosecha de terrosos colores. Ahora, pintado por el otoño,  el amarillo predominaba en los dominios del rey Louis Philippe el beato.
     -MI señora…
     La princesa dejó de mirar por el gran ventanal y se giró hacia los recién llegados, quienes ocupaban el umbral de la puerta.
     -Gracias Annette, puedes dejarnos.
     La doncella hizo una reverencia y salió de la estancia cerrando la puerta tras de sí.

   
    
     Antoine de Lévisoine entró despacio en los aposentos de la princesa Madeleine. Había quedado prendado de ella nada más verla en el banquete de bienvenida ofrecido por  el rey  a los catorce pretendientes de su única hija. Aquel día, su pelo se encontraba oculto por un tocado azul turquesa que solo dejaba al descubierto su joven y bonito rostro. Ahora sin embargo, el tupido cabello negro azabache caía ondulante sobre su espalda, acentuando la palidez de su piel, casi enfermiza como obligaba su casta, y otorgándole un aspecto de fragilidad contrario a la realidad.   
      -¿Me tenéis miedo?- preguntó ella dando un paso hacia delante, hacia él, clavando en los suyos aquellos ojos pardos, profundos como los grandes lagos helados de las tierras de sus antepasados maternos.
     No. No tenía miedo. Sentía pavor. Le habían hablado de la guerra, de los horrores del campo de batalla, de los cuerpos mutilados tirados por doquier y siempre, siempre había huido de todo aquello. Pero ahora no podía escapar de aquel cometido, no sin fallar a sus gentes, aún a sabiendas de lo torpe y banal que resultaría la única arma que poseía para luchar contra ella.
     -No tengo miedo, en absoluto- respondió alzando la voz unas octavas y tragando la poca saliva que humedecía su boca. No resultaba, en ningún caso, convincente.
     Recordó una de las escenas más bochornosas de su vida, acaecida tres años atrás, una tormentosa noche de verano. Dos caballeros irrumpieron por la fuerza en sus aposentos  y lo llevaron a rastras hasta  las mazmorras, todo ello por orden de su padre, el rey. Allí lo esperaba una robusta mujer de aspecto desastrado, cabellos grasientos, enormes pechos que sobresalían de la pelliza, boca desdentada y una fea verruga bajo una de las aletas de la nariz. Sintió una inmediata repugnancia por aquella mujer de mala vida que, poco a poco, y ante su estupefacta mirada, iba subiéndose la saya mientras mostraba la trémula carne de sus muslos separados. Él apartó rápidamente la mirada intentando, por todos los medios, no ser partícipe del gran pecado. Pero satanás vestido de hembra se acercó hasta él, se agachó  ante su entrepierna, sacó su miembro viril sin ningún tipo de delicadeza y se lo metió en la boca hasta que sus labios rozaran los testículos. Su primer impulso fue apartarse de ella, sacar su falo de aquella boca podrida. Pero cuando el cálido aliento de aquella que mancillaba su inocencia penetró en su tersa piel, agarró sus sucios cabellos con fuerza y la obligó a chuparlo hasta eyacular en su boca. Después la apartó turbado, sintiendo nauseas al ver su líquido seminal chorreando por los labios y la  oscura boca de la furcia, que sonreía complacida al tiempo que se relamía con una lengua repleta de pequeñas erupciones blancuzcas. Él trastabilló cuando intentó huir de aquella celda en la que lo habían dejado. Echó a correr como alma que lleva el diablo y no paró hasta entrar en sus dependencias. Con una campanilla llamó a su siervo, a quien urgió a traer un cubo de agua hirviendo. Lo ocurrido a continuación aún era muy doloroso de recordar, a pesar de que las llagas producidas por el líquido purificador hacía tiempo que habían desaparecido.

   
       
      Antoine era el número catorce en su lista de pretendientes, el más hermoso varón de cuantos su mano habían  pedido. Y el más limpio. Pero Madeleine conocía demasiado bien a los hombres y aquel que se erguía ante ella, temblaba de pies a cabeza muerto de miedo solo con mirarla, como un hereje a punto de ser ejecutado por el verdugo. Se preguntó si no sería hora de reprenderlo y  mandarlo de vuelta a su dormitorio.
     -Las dudas me reconcomen príncipe. Todos en mi reino, incluido mi progenitor, opinan que no hay mejor pretendiente que vos entre las paredes de esta fortaleza que es mi hogar. Juntos consumaríamos la unión entre dos grandes y poderosos reinos, uno  al norte y otro al sur, haciendo nuestras todas las importantes vías comerciales de las que los germanos se han ido adueñando los últimos tiempos. Dos monárquicas  familias en alianza por el santo matrimonio. Engendrado vos por la fuerza de un guerrero franco y la hermosura de una de las doce vírgenes primigenias de tierras bárbaras. Nacida yo de la sabiduría y el valor. Procrearíamos  soberbios herederos que llevarían en su interior lo mejor de cada uno de nosotros… Pero príncipe Antoine, yo necesito vivir el presente junto a un hombre que me satisfaga, que me haga plena. Comprendo mis deberes como futura reina y siempre los cumpliré, llegando a ser la mejor regente que nunca haya existido sobre tierra santa, pero sin permitir que mis necesidades como mujer queden  relegadas a un segundo plano.
     -Yo… - balbuceó el muchacho y las palabras se atragantaron antes de salir por su boca cuando la princesa, dando dos largas zancadas, se detuvo a su lado y apretó con fuerza su entrepierna. El dolor se hizo tan intenso que las lágrimas  comenzaron a agolparse en sus ojos celestes, ahora turbios. Pero  Antoine se mantuvo estoico. En ningún momento trató de apartar la delicada mano de Madeleine, a pesar de los intermitentes pinchazos que sufría su bajo vientre.
     -Os estoy ofreciendo mi cuerpo, príncipe, incluso mi reino. Y solo es goce lo que os pido a cambio, pero… si ésta es toda vuestra virilidad…-  lo soltó de golpe y volvió frente al ventanal- …no la quiero. No soy un ama de cría que os ofrezca el pecho para alimentaros. Soy una mujer. Una con muchas y variadas necesidades- lo miró con picardía, entrecerrando sus brillantes ojos castaños, y con la boca ligeramente abierta en una sonrisa maliciosa–. Y ahora os veo como lo que realmente sois, un niño con cuerpo de hombre que jamás podrá concederme la pasión que yo reclamo. Ahora iros a vuestros aposentos y no os preocupéis, porque mis labios permanecerán sellados sobre lo aquí ocurrido.

    
    
      El príncipe se quedó de piedra ante las palabras de Madeleine. Había defraudado a su padre, a su pueblo. Confiaban en él para conseguir la alianza con el reino de Mauban, algo tan sencillo como pretender y enamorar a la princesa y subir al trono tras los esponsales. Sabía que para la mayoría, él era el favorito por sus cualidades físicas. Su altura era superior a la media, su cuerpo parecía esculpido en mármol y sus ojos hacían suspirar a las doncellas allí por donde pasaba. Pero cierto era que todo aquello se trataba de simple fachada. Desde el pecado en la mazmorra y temeroso de su incierto destino en la próxima vida, su conducta había sido la correcta ante Dios y la iglesia, algo desconocido por su padre, rey de Lévisoine, viril entre los viriles, quien nunca se habría permitido la humillación de tener como vástago, a uno cuyo miembro no hubiera penetrado en las entrañas de una sola mujer. Deseoso de que su páter familias continuara en la inopia creyéndolo el macho que no era,  su fiel Dashiell y él mismo idearon y llevaron a cabo un perfecto plan. Un par de veces por semana, acudían ambos a la taberna de peor fama en la villa, un prostíbulo en toda regla donde, gracias a la verborrea del caballero y al efecto del alcohol en los parroquianos, estos escuchaban fascinados las ficticias historias sobre las hazañas amorosas de su apuesto príncipe. En cuanto el primero de los clientes abandonaba el establecimiento, se propagaba el bulo como la pólvora, no tardando en llegar, tan íntimos relatos, a oídos del orgulloso monarca. Ahora, firme ante la princesa, solo lamentaba no haber realizado sexo alguno con todas aquellas rameras de la taberna que, a cambio de unas míseras monedas, guardaban silencio sobre los actos con él no consumados.
      -¡No me iré!- envalentonado,  la atrajo hacia si  sujetándola del antebrazo - Vais a elegirme para ser vuestro esposo. Mi pueblo se muere de hambre y solo uniendo nuestros reinos podré ayudarlo. Haré lo necesario para convertirme en el  monarca de Mauban y no en el hazmerreir de toda la región- la agarró por la nuca con su mano libre y apretó sus labios contra los de ella utilizando demasiada energía. Madeleine se dejó hacer, intrigada por lo que la desesperación podía llegar a provocar en un hombre que, salvo su honor y su prestigio, nada tenía que perder.
   -Mucho habláis para decir y hacer tan poco, príncipe- dijo ella, una vez sus labios y sus cuerpos se hubieron separado.
     El príncipe volvió a agarrarla, esta vez con más fuerza. Estaba harto de que lo humillara constantemente, de que lo hiciera sentir un completo inútil. Él era un hombre de los pies a la cabeza y ella solo una mujer impía que no respetaba lo establecido por la sociedad. El hombre era quien dictaminaba las normas, quien decidía cuándo, dónde y con quién copular, mientras que la  mujer no tenía más que callar y abrirse de piernas. Como en un sinfín de ocasiones hubiera escuchado por boca de su padre, la misión de todo varón era tomar lo que le correspondía como suyo y había llegado el momento de hacer caso a su rey  y  mentor. Rasgó la pechera de las ornamentadas ropas de Madeleine dejando su busto al aire. En un principio la dama se revolvió, trató de escapar de aquella repentina  violencia que ella misma había causado con sus provocaciones,  no tardando en abandonar su absurda lucha de fuerzas desiguales.
      -A partir de ahora, princesa, hablaré menos. Os lo prometo- la lanzó boca arriba sobre la cama, levantó las ropas que cubrían su parte baja y separó sus piernas con brusquedad. Entre ellas se escondía un jardín de rizada vegetación del que no pendía nada similar a su miembro. Se acercó  para observar, para estudiar lo que sus ojos veían. Dos gruesos labios  se asomaban entre el vello púbico urgiéndole a saber más. Apartó el uno del otro con lentitud, disfrutando del momento, oliendo el sexo húmedo de Madeleine. Comenzó a lamerla con avidez comprobando, por sus propios medios,  que ningún manjar comido por un hombre podría ser más delicioso que aquel néctar prohibido que no dejaba de empapar su boca.
     -Penetradme- exigió la princesa entre gemidos de placer mientras su pecho se agitaba violentamente arriba y abajo- , haced que vuestra espada se hunda en mí.
     Él sabía que no podía negarse a aquella petición. Su hombría estaba en juego. Se quitó la ropa sin querer pensar demasiado en lo que vendría a continuación. Al bajarse las calzas tapó sus partes nobles con la mano, avergonzado por la sucia mirada de la princesa, pero logrando ocultarlas solo en parte. Vio cómo ella separaba al máximo las piernas y acariciaba su sexo con dos dedos de la mano derecha, mientras con la izquierda apretaba sus rígidos pezones. Sin pensarlo se abalanzó sobre sus lozanos senos. Los maleó, los mordió y los succionó  como un hambriento recién nacido. Madeleine agarró entonces el extremo de su pene, tieso como el mástil de un navío y lo desenvainó, conduciéndolo hasta el orificio más húmedo de su jardín. Él empujó instintivamente y ella le correspondió, haciendo que su falo penetrara fácilmente en aquel océano de fluidos. La estaba poseyendo. Una oleada de calor subió repentinamente desde su miembro viril hasta los testículos.  Un jadeo. Un fuerte espasmo. Antoine eyaculó.

domingo, 4 de noviembre de 2012


-  1 -

      La noche caía espesa sobre el reino de Mauban. Los sirvientes se apresuraban por terminar sus quehaceres antes de acostarse, mientras que los nobles hacía rato  se habían retirado  a sus aposentos. La luna menguante, convertida en una fina línea plateada, apenas iluminaba, y eran las antorchas las que llenaban de luces y sombras los rincones del majestuoso castillo. Los intensos silencios de aquella fortaleza, daban paso, ante el más mínimo sonido, a reverberantes ecos que se extendían a lo largo y ancho de las paredes de negra roca tan abundante en la región.
      Como cada noche durante las últimas dos semanas, la figura de una mujer envuelta en una capa recorrió los corredores del primer piso.  A cada lado del pasillo por el que cruzaba, catorce pesadas puertas de madera noble eran custodiadas por catorce caballeros que guardaban los aposentos principales, ocupados por los catorce importantes invitados del rey Louis Philippe. Cada uno de los custodios no dudó en reverenciarse ante la joven doncella, a la que trece de ellos verían  por última vez.
     - Caballero- la muchacha se detuvo ante la última estancia, la que pertenecía al príncipe Antoine de Lévisoine,  favorito al trono por todas las gentes del reino –, abrid la puerta y avisad con presteza a vuestro señor, porque esta noche él ha sido el elegido.      
      El rubio soldado  no tardó en comunicar la nueva a su alteza, que nervioso, salió al corredor terminando de atarse la cinta trenzada.    
      -Príncipe Antoine- la doncella agachó la cabeza ante el noble, alto, hermoso, de dorados cabellos y ojos tan azules como un cielo de verano. No entendía que SU princesa albergara  duda alguna  sobre  la elección del pretendiente al trono. Aquel tenía todo lo necesario para reinar  junto a una mujer de su valía y para procrear, en un futuro no muy lejano, dignos herederos–.  MI señora lo aguarda y debéis saber que detesta las demoras.
      -Entonces no la hagamos esperar- dijo entrecortadamente el barbilampiño  príncipe de las frías tierras del norte. Con paso tembloroso y en aquella semi-penumbra que los envolvía convirtiéndolos en dos sombras más, siguió a duras penas a la recta y acerva  doncella de la princesa  Madeleine.
                                                                        

    
      Dashiell observó el paso atolondrado de su señor tras la bella doncella. Sintió una inmediata lástima por aquel cuitado al imaginarlo ante una fiera como la princesa, ansiosa por exprimirlo como a un cítrico para sacar hasta la última gota de su jugo, por utilizarlo como una herramienta de su propio placer. Sabía que Antoine no había conocido mujer y aquella que lo esperaba era demasiada hembra para él. Para él y, por lo que Annette le había contado la noche anterior mientras yacían desnudos en su lecho, para el resto de pretendientes; trece sin ir más lejos. Uno por noche había sido reclamado por la hija del soberano y  ninguno  había resultado un digno amante. Era impensable que su señor, un niño aún,  fuera el elegido.
     El estomago del muchacho rugió de hambre. Miró a un lado y otro de su puesto. Los restantes caballeros vigilaban los aposentos de sus respectivos señores lanza en mano, como el protocolo exigía. Al contrario que ellos, disponía de cierto tiempo libre; el que la princesa necesitara para desvirgar a aquel que, en tiempos de guerra, no dudaba en quedarse en cama por fiebres ficticias que solo a él afectaban. El soldado sonrió con tristeza recordando la última batalla en la que se había visto envuelto no haría más de medio año. Se habían  perdido  tantas vidas… Quizá era inteligencia y no cobardía lo que aquel vástago real poseía.
     Llegó a la cocina y a pesar de no encontrar a nadie en ella, la chimenea se hallaba encendida y el aire cargado de suculentos olores que se mezclaban. Se relamió acercándose al hogar. De él pendía una gran olla cuyos vapores desprendían el característico tufillo a carne de venado. Carne. Tenía entendido que en aquel reino no era habitual aquel manjar por ser el responsable, según el clero, de aumentar el deseo sexual entre los hombres. Si eso fuera cierto y dado lo hambriento que estaba, aquella noche habría muchas mujeres satisfechas en Mauban.
     Un ruido de pasos lo sacó de sus eróticos pensamientos. El soldado, que a punto estuvo de derramar el estofado que se estaba sirviendo, se giró de inmediato blandiendo lo único a su alcance.
    - Extrañas armas las que usáis en otros reinos.
     Él miró el cucharón que empuñaba y después a aquella que lo había sorprendido con las manos en la masa. Soltó una sonora carcajada.
      -Extraña si, pero eficaz en las curtidas manos de mi señora madre.
      La muchacha comenzó a reír dulcemente al tiempo que se aproximaba al fuego. Era preciosa, almibarada, de largos cabellos trigueños y serenos ojos del color de la miel. Sus vestimentas, más ceñidas que las portadas por Annette y la princesa, elevaban sus generosos y redondeados senos, dejando poco a la imaginación. Se vio a si mismo observándola en silencio, admirando su lozanía, la belleza pura de su rostro moreno y libre de maquillajes, sus mejillas encendidas por el arduo trabajo. Ella le rozó el brazo al arrebatarle el cuenco y el cucharón de las manos. Dashiell se estremeció con aquel mínimo roce.
     -No le digáis a nadie que habéis comido del estofado de caza de los señores feudales- susurró la cocinera llenando el recipiente hasta hacerlo rebosar-. Me mandarían a la picota sin dudarlo.
     -Antes cortaría mi lengua que revelar nuestro secreto- el caballero colocó los dedos índice y corazón de su mano derecha sobre el pecho a modo de promesa–. Por cierto, bella dama, ¿cómo os llamáis?
     -Marie.









PRIMERA PARTE

Un Pretendiente Para La Princesa

jueves, 1 de noviembre de 2012



PRÓLOGO



      
     Hacía calor a pesar de encontrarse la ventana abierta de par en par. La luz del plenilunio bañaba la estancia, llenándola de fantasmagóricas sombras que parecían moverse a cada parpadeo de los asustados ojos de la niña. Estaba alerta, esperando. Escuchó un portazo, unos pasos en el pasillo y el pomo de la puerta de su dormitorio comenzó a girar con un leve gruñido, más pronto aquella noche que ninguna otra. Subió las sábanas por encima de su nariz, sintiéndose así más segura, atisbando la conocida figura negra cuya silueta se dibujaba en la rendija  que iba agrandándose entre el batiente y la jamba. Él Salvador entró como un suspiro, directo al lecho. Tenía la respiración agitada, como tras una carrera, y parecía molesto, pero no por su causa. Eso lo sabía. Cuidaba mucho de no cometer errores que lo excusaran para propinarle una paliza. Él apartó el tejido encimero de un estirón y la dejó desprotegida, desnuda como había aprendido a esperarle para no recibir mayor castigo. Ya sin ropa, se tumbó sobre ella y apretó sus muñecas contra la cama con sus grandes y poderosas manos. La luz brilló entonces en su rostro y pudo ver un tajo profundo que cruzaba una de sus mejillas, además de sus ojos vidriosos, iracundos, muertos. Por un momento olvido su tormento y se cuestionó si su señor habría sido atacado por un gato montés. Mañana se lo preguntaría. Mañana, un nuevo día.  Él le separó las piernas bruscamente y la penetró sin más, como si no fuera sino una muñeca de trapo, y mientras, ella voló hasta lejos de allí, a su lugar preferido, al mismo sitio que durante tantos años había visitado cada noche, bajo un sol radiante que calentaba su rostro, que la llenaba de vida. Había verde, mucho verde, un prado. Y flores, de todos los colores. Oyó un rumor tranquilizador que la llamaba y, al acercarse, vio el cauce de un río de fuertes corrientes, de rocas que producían mil y un saltos de agua cantarines. Metió los pies y notó el frío recorriendo todo su cuerpo, haciéndola vibrar. Y aquella sensación le encantó. Las piedras, llenas de verdín, los lomos dorados de los peces brillando bajo el agua, los árboles movidos por la suave brisa… La cara comenzó a arderle y aquel maravilloso mundo se difuminó hasta desaparecer por completo. Ya no había prados, ni río, ni árboles a su alrededor. De nuevo la noche, sus aposentos y Él. Comprende entonces que la ha golpeado en la mejilla, puesto que todavía siente el quemazón que le llega hasta la oreja. No entiende su furia, la zarandea, se levanta del lecho y comienza a limpiar rudamente su miembro, friccionándolo sin cuidado alguno contra las sábanas. Ella se incorpora y lo mira, y ve algo rojo en el tejido, y se asusta, y se mira ella misma. Y ve que la cama también esta roja, llena de sangre, como cuando desangra a los pollos y que ella es como un pollo, y que se esta desangrando. Y él la llama ramera, y puta y más cosas, pero no lo escucha porque, se esta muriendo desangrada. Corre a la cocina y con un paño cualquiera limpia sus partes, pero la sangre no para de correr por sus piernas. Ya le debe quedar poco, la parca debe estar cerca. Mira a un lado y a otro, asustada, temiendo ver la muerte acechándola con su guadaña y su capa negra. Pero nadie salvo ella ocupa la cocina. Hasta que, de nuevo, llega Él. Aparece desnudo, colgándole fofo el torcido falo, rojo por el roce de las sábanas. Ya no la insulta. Ya no habla. Solo la mira y se acerca a ella, despacio, deleitándose con el momento, con su infatigable compañero de viaje prendido de la mano,  presto para golpear. Y lo hace, una y otra y otra y otra vez, sobre su espalda, sus pechos, sus piernas, pero nunca en la cara, para que nadie conozca jamás sus pecados ni su vergüenza. Luego la deja tendida en el suelo, más muerta que antes, con la carne abierta por las heridas. Y Él se sienta ante ella, con las piernas abiertas, mirándola con lástima y con la mano libre en sus testículos, maleándolos como masa de pan. Y se echa a llorar. Como un niño, cubriéndose el rostro compungido. En cambio ella, hace tiempo que no llora. Desde aquel lejano día. Y al verlo, su corazón se encoge de lástima, porque Él la quiere y la cuida y la protege. Se levanta ella tambaleándose, sin lanzar gemido audible. Se aproxima a Él y acaricia su mejilla, pero su señor la aparta con brusquedad, rabioso, impotente y, aun con lágrimas, le explica que antes de la próxima puesta de sol debe marcharse de su lado para siempre. Ella no comprende el motivo, pero asiente y se dirige a su dormitorio, pensando en que aún vive y en que, mañana, efectivamente, será un nuevo día.


domingo, 28 de octubre de 2012



                                         PREFACIO




     El medievo europeo, colmena de señores feudales, reyes y poderosos clérigos que difunden la palabra del Señor; de leyes que castigan pecados como el adulterio y la homosexualidad, mientras que utilizan otros, como la prostitución y la barraganía, para evitar sublevaciones entre la plebe. Mercaderes capaces de vender a sus madres, verdugos que, sin pestañear, hacen posibles las torturas más macabras y sangrientas imaginables. Mujeres sumisas, castradas física y mentalmente por los hombres, valiosas únicamente por el preciado don de la fecundidad. Niños que, desnutridos por la escasez de alimento, mendigan los restos de comida que otros desprecian. Caballeros que, espada en mano, luchan y mueren por su reino. Villas y aldeas grises, abandonadas por la higiene. Rúas a las que por las ventanas, al grito de agua va, se vierten las heces y  los orines de toda una población, convirtiéndolas en infestos nidos de ratas. Época oscura donde regiones enteras son devastadas por sus tres grandes enemigas; la enfermedad, la hambruna y, la peor de todas por provocarla el propio ser humano; la conquista, salpicada de saqueos, violaciones y asesinatos.
    
     Quizá haya quien piense que estos siglos privados de libertad tengan fin, que exista un futuro en el que los derechos no sean únicamente de los poseedores de riquezas y títulos. Un porvenir en el que todos seamos iguales a pesar de nuestras diferencias. Por mi parte, nada más creo que deba decir, puesto que mis palabras, como las de muchos, enmudecidas por los poderosos, a través de mi pluma y mi relato van a poderse oir.



                                                         NOTA DE LA AUTORA




      Quiero dejar bien claro que mi relato no es un cuento de niños y que puede herir la sensibilidad de ciertas personas a causa de ciertos retazos en él expuestos. Os invito a que leais la obra con la mente muy abierta, sin quedaros en la superficie de la narración. Sumergios de pleno en esta novela ficticia, en sus decorados, en sus personajes, como si de una película se tratara y vivid, como un personaje más, cada escena. Aquí y ahora comienza vuestra propia aventura.